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Bartleby.- Sobre Bartleby no escribiré, ya que preferiría no tener que escribir sobre alguien que con toda seguridad habría preferido no tener que hacerlo sobre mí. Franca reciprocidad con el individuo que, como bien nos muestra Herman Melville en su novela ‘Bartleby, el escribiente’, prefería no hacer una cosa antes que hacerla. El indolente oficinista de la novela esgrimía siempre el mismo argumento vacío ante cualquier cosa: ‘Preferiría no hacerlo’. No había un por qué. Sencillamente optaba por una ambigua elusión que lo ha convertido en el personaje del No por excelencia.

Beckett.- Hágase el siguiente ejercicio: léase cualquier obra de Samuel Beckett (‘Fin de partida’ o ‘Esperando a Godot’, por ejemplo), primero muy lenta y solemnemente, y luego muy rápida y ligeramente. En el primer caso, el resultado es un drama trágico que sobrecoge. En el segundo, una comedia hilarante que desternilla. Pocos casos debe de haber, o ninguno, de textos que mudan su naturaleza sin cambiar sus palabras, bastando tan solo con modificar la velocidad de su lectura. Esta ambivalencia hace que las obras de Beckett sean obras maestras por partida doble.

Bestiario.- Humanizar animales, describir seres imposibles, bestializar personas, todo esto son variantes del compendio fabuloso que son los bestiarios. Hay tres que prefiero: Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero escribieron el ‘Libro de los seres imaginarios’; Juan José Arreola concibió un asombroso ‘Bestiario’ propiamente dicho, y Elías Canetti, con ‘El testigo oidor’, creó una colección de humanoides zoológicamente caracterizados por una peculiaridad profesional. Yo, por ejemplo, imagino un bestiario donde hay liebres que torturan, gatos que leen, vacas que hacen turismo, tigres budistas, toros que cantan ópera, serpientes con hiyab, búhos incestuosos, delfines oficinistas o saltamontes militares. Y cada nueva especie tiene su nombre propio.

Biblia.- Una antigua e imaginativa sucesión de desgracias.

Bovary.- Amélie Bosquet no es personaje principal de la historia de la literatura, más bien ocupa en puesto muy terciario, pese a haber sido una escritora voluntariosa, crítica aficionada y feminista a ratos. Pero si hoy es recordada, se debe a que fue la depositaria auditiva de la famosa frase de Flaubert “Madame Bovary soy yo”. Al parecer, fue solo una frase verbal, un comentario frívolo e improvisado al desgaire, arrancado a Flaubert cuando Amélie Bosquet lo apremiaba para que dijera quién era la mujer en la que había basado su Emma Bovary. Puede que el gran Gustave dijera esa frase o no, solo cabe especular. Quizá fuese una variante como “¡Pues me he basado en mí mismo!”, o tal vez “Ese personaje tiene mucho de mí”. El caso es que la frase era un poco más larga. Amélie Bosquet, cuando la contó, añadió algo que no se cita nunca. Dijo: “A mi parecer”.  O sea que la frase completa era: “Madame Bovary soy yo, a mi parecer”. Amélie la escuchó, la retuvo y la refirió a su amante, un tal E. de Launay, del que no se sabe nada. De Launay inmortalizó la frase al propalarla a diestro y siniestro. Puede que Flaubert desconociera la existencia misma de la que hoy pasa por ser su frase más famosa, porque es muy posible que ni siquiera supiera que la dijo. Si es que la dijo, porque la Bosquet era mala y rencorosa y quizá se lo inventó todo.

Brontë.- Ninguna de las tres hermanas Brontë cumplió los cuarenta años. La mayor, Charlotte, autora de ‘Jane Eyre’, vivió hasta los treinta y nueve años y era la más inteligente de las tres. La segunda, Emily, autora de la pasional ‘Cumbres borrascosas’, falleció con treinta años y solo dejó esa novela. La menor, Anne, falleció realmente joven, con apenas veintinueve años. Escribió dos novelas de anticipada modernidad: ‘Agnes Grey’ y, sobre todo, ‘La inquilina de Wildfell Hall’. Las Brontë son un inaudito caso de una obra literaria de extraordinaria calidad que ha superado el juicio del tiempo. Tres cimas de la literatura universal en una sola familia. Lástima que murieran jóvenes. ¡Qué obras nos habrían dejado, de haber sido longevas!

Bueno.- En una epístola de Séneca a Lucilio, se pregunta el primero acerca de qué es lo bueno y qué es lo malo. “Lo bueno, se responde, es el conocimiento de la realidad. Lo malo, la ignorancia de la realidad”. Sin embargo, añado yo, esto es más que dudoso, ya que conocer la realidad será bueno, pero no garantiza que ello acarree ningún bien; así como ignorar la realidad será malo, pero puede aportar algo saludable y conveniente en muchas ocasiones. ¿No se ha dicho siempre eso de “bendita ignorancia”? Si se leen con detenimiento las ‘Epístolas morales a Lucilio’, se descubre una fuente inagotable de inteligencia y de sentido común, pero también una peculiar justificación de la propia vida por parte de un Séneca que siempre se llevaba el agua de los placeres a su molino.

Burro.- Si hay un libro que genera controversia, ese es ‘Platero y yo’, de Juan Ramón Jiménez. A unos les parece empalagoso y anticuado, a otros poético y colorista. A mí me parece un libro abstracto y cruel, un libro político y social, un libro que cuenta el mundo a un burro que, a su vez, es víctima del mundo. Al final, la muerte de Platero sobrecoge. Es un libro terrible y feroz. Nunca he entendido por qué se adscribe como lectura infantil, cuando es dinamita. Platero es un burro que sufre y redime. Es un animal querido por su ‘humanidad’, como el burro de Sancho Panza, a quien este solo llama “rucio”, como el color de su pelo, sin más nombre ni más identidad. Un burro no tiene identidad, el burro solo es burro. El propio Sancho se identifica con él, quizá por esa cualidad de no ser nadie y ser todos que Cervantes le atribuye genialmente.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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