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Vagar por las calles

Walter Benjamin/Graham Greene

 

 

 

 

 

 

 

 

7 de enero
Una ‘iluminación’ de Walter Benjamin: “La calle: habitación del colectivo”. En ese libro-monstruo que es ‘La obra de los pasajes’ [Abada Editores], que dejó inconcluso cuando, huyendo de los nazis, se suicidó en Port-Bou, Benjamin describe que habitar algo (una casa, por ejemplo) es entrar en una funda y ser envuelto por ella. Dice: “Vivimos en fundas”. En el siglo XIX, la burguesía inventa la casa como un espacio privado donde guardarse –como se guarda un objeto en un estuche–, y la concibe como una funda decorada con muebles y adornos en cuya quietud permanecer. La casa se contrapone a la calle, al espacio abierto y público en cuyo bullicio es posible recordar, bifurcarse, multiplicarse. Así pues, la calle es la funda colectiva, de todos. Esto que puede ser obvio, Benjamin lo complica cuando dice que la calle nos atrae tanto porque hallamos en ella una imagen de nuestro origen, de nuestras madres. Al vagar por la calles, identificamos un espacio envolvente que es siempre “el tiempo de una infancia”. Cualquier infancia. No tiene por qué ser nuestra propia infancia, sino una Infancia de todos, la infancia general, por así decir. La calle como habitación de los niños. Benjamin escribe incluso que toda calle es un descenso hasta nuestro pasado, y que nos resulta aún más fascinante precisamente por no ser el nuestro. Todo lo que resuena en nosotros en la calle cuando paseamos es la vida colectiva, que nos atrae aún más por ser una vida ajena en la que, de pronto, nos encontramos “como en casa”.

8 de enero
Hoy, paseando por la calle con Gonzalo Suárez, charlamos sobre actores. En concreto sobre Henry Fonda en ‘Pasión de los fuertes’, esa película manierista y ‘minimal’ a la vez, magistral, que resume a todo John Ford. En ella Fonda usa el recurso de una lentitud espectral, tan morosa que eterniza el tiempo bajo un porche (imagen fordiana de la felicidad) o se ralentiza en un rostro inalterable durante una partida de póker. Luego pasamos a otro registro de Henry Fonda, el que exhibió cuando protagonizó en 1947 ‘El fugitivo’, película basada en una intensa novela de Graham Greene: ‘El Poder y la Gloria’. Aquí Fonda hace de cura y no resulta muy convincente, en realidad es más bien una especie de delincuente huyendo a la desesperada de la justicia por los secarrales mexicanos; no puede evitar transmitir cierta fragilidad exasperante.

Entonces caigo en la cuenta de que esa es justamente la característica de los personajes masculinos protagonistas de Graham Greene. Al contrario que los personajes femeninos, por lo general admirables o lejanos, los protagonistas masculinos son todos, o casi todos, ridículos, desastrosos, algo bobos. No sucede así, en cambio, con los ‘malos’, es decir, con los personajes antagonistas que representan el mal, el daño, la falta de escrúpulos. Los ‘malos’ de Greene son tipos de una pieza, como el Harry Lime –que interpreta Orson Welles– en ‘El tercer hombre’. Ni tampoco sucede con los personajes secundarios, todos humanos y retratados con una piedad reconfortante (que es lo que rezuman las novelas de Greene). Sin embargo, los ’buenos’, esos héroes con los que, a priori, se ha de identificar el lector, son patéticos, imperfectos, indecisos, torpes y casi siempre fracasados o a punto de serlo. Pienso, por ejemplo, en el Henry de ‘Viajes con mi tía’, o en el Bendrix de ‘El fin de la aventura’, o en el Fowler de ‘El americano impasible’, o en el Rollo Martins (nombre ya estúpido en sí mismo) de ‘El tercer hombre’. Sin duda Graham Greene, travieso católico, buscó siempre poner en evidencia la fatuidad de las buenas intenciones y la torpeza moral de los que se saben del lado del bien. Lo que más me divierte de sus novelas es esa pirueta que descoloca al lector, obligándolo a simpatizar con la parte oscura, maldita y sucia de sus historias.

Nunca pierdo de vista a Graham Greene. Hoy compruebo que no se le lee como se le leía antes, me refiero en cuanto a número de lectores. No ha caído en el olvido –sería fatal para la literatura y la sociedad–, pero está embalsamado en la memoria de muchos lectores. Yo sigo siendo un lector apasionado de Graham Greene. De vez en cuando releo por placer algunas de sus novelas más memorables, como ‘El factor humano’, ‘El revés de la trama’, ‘Cónsul honorario’ o ‘Los comediantes’.

Era un hombre lleno de ironía, sabiduría y provocación. Crítico con la derecha y con la izquierda, algunas de sus novelas tienen el telón de fondo de la Guerra Fría, pero es su visión moral de las relaciones humanas y políticas, sobre una base de catolicismo heterodoxo y de dry martini, la que hace profundas e imperecederas muchas de sus novelas. Se ha dicho de él que era el maestro de John LeCarré. Seguro, porque lo fue de muchos escritores –no hay que olvidar que Graham Greene es un gran narrador y de él hay mucho que aprender–. Pero es injusto dejarlo en ese nivel de mero ‘antecesor’ de LeCarré. Hay libros admirables en LeCarré, cierto, pero, visto en perspectiva, siempre ha escrito el mismo libro sobre los mismos temas y de la misma manera. Dicho de otro modo, LeCarré, salvo alguna excepción, es un escritor aburrido. Graham Greene, salvo contadísimas excepciones intencionadamente menores, es un escritor amenísimo, cuando no extraordinariamente intrigante.

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados