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Caviar o mortadela

 

 

 

 

 

 

 

 

11 de noviembre
            Puede ocupar más de una vida intentar agotar la comprensión de esta frase de Baruch Spinoza: “Un cuerpo no está limitado por un pensamiento, ni un pensamiento por un cuerpo”. Bien entendida, es la frase más profunda sobre la libertad que he leído jamás. Spinoza es el pensador perfecto, el filósofo preciso, el escritor exacto. Un hombre libre y, quizá, feliz, a quien todos, judíos y cristianos, se empeñaron en amargarle la existencia por esas cualidades tan valiosas, las de apostar por la libertad y la felicidad a la hora de pensar. No es nada fácil conquistarlas ni poseerlas. Esto, me temo, no ha variado mucho desde el siglo XVII, el de Spinoza, y puede que hoy, en el XXI, se persigan todavía más, porque la necedad y el oscurantismo son ahora infinitamente mayores. Para ello, basta con poner la tele.

14 de noviembre
         Estos días, la muerte ha pasado cerca de mí. Lo hace de vez en cuando y ahora tocaba: con apenas una semana de diferencia, han fallecido una amiga y un amigo. Cierto que no eran amigos muy íntimos, ni nos veíamos con frecuencia, pero algunas veces hemos cruzado nuestras vidas afectuosamente; sabíamos de nosotros, de nuestras familias, de nuestros oficios; conocía sus trayectorias, sus sonrisas. Que ahora desaparezcan, a una edad temprana aún, “a mitad del camino de la vida”, como escribió Dante, deja un hueco de angustia en el estómago más que en el corazón, como un golpe que te dobla. Pienso en la muerte en abstracto, pero sé que la muerte nunca es algo abstracto, siempre tiene rostro y siempre causa estupor.

Mis amigos, además, murieron tras una enfermedad penosa, lo que me lleva a recordar a Sándor Márai. En sus últimos diarios –diarios brutales, de una desolación conmovedora, desnudos de toda retórica–, que van de 1984 a 1989, escritos hasta los días previos a pegarse un tiro, el 21 de febrero, enfermo y solo, Márai escribe una frase contundente: “Tiene que ser muy bonito morir sano”.

Por otro lado, la mejor definición de la muerte está en las palabras finales de las ‘Las Mil y Una noches’, que dicen: “Les salió al encuentro Aquella que pone término a los placeres y dispersa a los amigos.” ¿No es exactamente eso la muerte, un final de lo bueno, una desbandada de lo querido?

17 de noviembre
Siguiendo con Márai, en esos mismos diarios escribe otra frase luminosa: “En la literatura no existe la democracia; sólo hay solistas”. Yo solo creo en los solistas. Uno de esos solistas privilegiados (y raros) es el neoyorquino Don DeLillo. Su libro más reciente, ‘El ángel Esmeralda’(Seix Barral), ha dejado una profunda huella en mí; me he reencontrado con lo que siempre he considerado el poder de la ficción literaria, el don del hallazgo, es decir, de cierta cualidad de milagro, de deslumbramiento, de la comprensión de lo incomprensible. La gran traducción de Ramón Buenaventura contribuye a hacer más envolvente la belleza narrativa del libro.

Quizá por eso no me canso de recomendar ‘El ángel Esmeralda’, donde DeLillo reúne todos sus cuentos. Pero no es precisamente un libro voluminoso, como cabría esperarse de la suma de los cuentos de toda una vida, sino más bien lo contrario, una obra breve. Posee una absorbente originalidad y una inquietante hondura, en paralelo a sus maestros John Cheever o Anton Chéjov. Algunos de sus cuentos, como el que da título al libro, o “La hoz y el martillo”, o sobre todo “La hambrienta” (que considero una obra maestra, uno de los mejores cuentos de todos los tiempos), dejan al lector boquiabierto. Bueno, a mí me dejan así, y tal vez no le suceda lo mismo a todo el mundo, claro.

Los solistas es lo que tienen: pueden gustar o no gustar, pero siempre arrastran a un buen número de seguidores entregados, expertos a base de afinar el oído. Me consta que DeLillo no gusta a todos por igual, ni gusta siempre. Es un escritor único que, como todos los escritores únicos –y buenos–, no es de fácil acceso, se requiere tiempo para entrar en su universo y sobre todo se precisa aceptar unas reglas literarias que no son las que gobiernan el mercado del consumo de libros. En ese mercado se da demasiadas veces mortadela por caviar porque la mayoría ha decidido que la mortadela es tan exquisita como el caviar, cuando en realidad la mortadela solo engorda. DeLillo es solo caviar auténtico. Para hablar de mortadela, véanse, con perdón, las listas de libros más vendidos. Son una buena charcutería.

Y hablando de caviar, hoy en concreto se cumplen 143 años de la publicación de La educación sentimental, de Flaubert, novela inagotable, inmensa, que fue mal acogida en su día y vendió poco. Ya entonces, como ahora, la buena literatura, la literatura de verdad, no era del gusto de las masas; me temo que, al contrario de lo que pensaba Márai, la democracia sí existe en la literatura, pero para saquearla y rebajarla. La masa impone mortadela, tiene un sabor más simple. Pero a Flaubert, a Márai y a DeLillo eso les trae sin cuidado. Son solistas.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados