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Cita con Cipe Linkovsky

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2 de junio

Hace ahora dos años, en Buenos Aires, le propuse a un amigo, el diplomático Manuel Durán, visitar juntos a Cipe Linkovsky. Cipe era y es la gran actriz argentina brechtiana por excelencia, universalmente aclamada entre los setenta y los noventa del pasado siglo. Decir que la conocí en 1976, en el teatro Alfil, es pretencioso por mi parte, ya que apenas la traté desde mi muy modesta posición de trabajador temporal en ese teatro, donde me limitaba a limpiar los camerinos. Ella estaba exiliada y actuaba con un monólogo titulado ‘Yo quiero decir algo’ con el que triunfó en España. No había vuelto a verla desde entonces.

Gracias a Manolo, fue fácil dar con Cipe, era una figura conocida en el país; o al menos lo había sido. Mi amigo consiguió el número de teléfono de la actriz y la llamé. Al oír la voz de Cipe, ni ella ni yo dábamos crédito a esa situación. “¿Quién sos vos?”, me preguntaba. Yo rumiaba cómo decirle que era un fantasma reaparecido, convertido apenas en una gota de agua en medio de la tormenta de los años.
Cipe estaba en mi pasado, aunque era obvio que yo no figuraba en el suyo. Volvía a encontrármela treinta y cuatro años después de haberla admirado, pero Cipe, en cambio, ni me recordaba ni me reconocía. Era lógico, yo había cruzado por su vida muy joven y muy rápido; ella no tuvo ocasión de reparar en mí porque, en aquel lejano año de 1976, una época convulsa para España y para Argentina, mi trabajo era casi invisible y consistía en poco más que en arreglar su camerino, algo que hice durante dos meses, sustituyendo a una amiga enferma. Tenía dieciocho años y era mi primer empleo. ¿Quién era yo, además? Nadie. Ella ni me miraba.

Cipe insistía: “Pero, ¿quién sos, quién sos?”. Yo soy yo. Madrid. Teatro Alfil. Año 1976. Aquel chico. Traté de explicárselo mejor, y con éxito, porque a las pocas horas ya teníamos una cita con ella. Fuimos a su casa de Viamonte, en pleno barrio del Once, y nos recibió tocando las castañuelas porque éramos españoles. Ante nosotros apareció una mujer volcánica y vital. Bailoteaba y daba vueltas sobre sí misma, imitando a una flamenca. A sus setenta y siete años, Cipe seguía bella, fresca, pícara y seductora.

A lo largo de la velada, un almuerzo, Cipe nos agasajó y nos llenó de anécdotas de su vida. Habló como una actriz glamurosa y comprometida a la vez. Habló de teatros, de viajes, de exilios, de amigos que ya no estaban. Habló del miedo y del placer. “Se avanza hacia el olvido, querido, aunque no siempre. Nos aferramos a lo más íntimo para saber quiénes somos”, dijo. Yo le pregunté por los hombres de su vida. Cipe se rió antes de responder. “¿‘Mis’ hombres? Están todos en una libreta que nunca abro, pero silencio, ssssh, no hablemos de eso. ¡Ja, ja, ja! Hubo hasta un ministro de la República Democrática Alemana, ¿sabés? Cuando al ministro le dio un infarto, a los lados de su cama en el hospital estábamos su mujer y yo tomándole de la mano. ¡Ja, ja, ja! Pero ya ni me acuerdo de cómo se llamaba”.

Frente al sol de atardecer, en el ático de Viamonte, hablamos de sus momentos estelares; salieron muchos nombres, grandes nombres: Maurice Béjart, Erwin Piscator, Bertolt Brecht, Vittorio Gassman, Lindsay Kemp, Helene Weigel, Jorge Donn, Nikita Mijailkov, Liv Ullman, Orna Porat. La lista de amigos y amores era infinita, como el mosaico de decenas de fotos repartidas por las paredes de su casa. Fotos de todo un pasado de esplendor.

“Yo siempre he sido la judía. Siempre lo he sido, claro, aunque no he presumido nunca de ello. Pero ya, para qué. ¡Mirame! Ya no soy la que fui”. Entonces, avanzó unos pasos hasta un mueble y sacó de algún lugar una barba postiza. “Nunca dejo de analizar a Shylock, de ‘El Mercader de Venecia’”, nos dijo a continuación, pegándose la barba a las mejillas con unos golpecitos.

Y se lanzó a recitar en inglés, morosamente, con voz grave y vibrante, un párrafo de la obra de Shakespeare. Luego lo tradujo al español: “‘Compraré con vos, venderé con vos, caminaré con vos… Pero no comeré, ni beberé ni rezaré con vos’. ¡Es tan judío, todo eso! A veces lo he utilizado con gente que detesta a los judíos, si acaso un poquito. Les miro fijamente y les digo esas frases de Shylock. ¡Ja, ja, ja! ¡De veras, se quedan de piedra al oírmelas!”.

A raíz de eso, empezamos a hablar de Israel. Un poco fastidiada, los comentarios de Cipe eran del tipo “Israel fue un sueño del que nos hemos despertado”, “Israel se ha desviado”, “Ya no viajo nunca a Israel”, y frases por el estilo. “Pero es mi gente. En fin, es complicado, la verdad, quizá yo exagere, los judíos exageramos siempre”. Cipe, sujetándome el brazo y algo triste porque unos días antes alguien, en plena calle, le había robado a su perrito delante de sus narices, puso voz melancólica: “Israel es solo un nombre hundido en miles de años. Mira el mío: Tzipora. Es ruso. De ahí viene Tzipi. Cipe. Qué delicia oírlo. Es un pájaro. Un pájaro que está un día aquí y otro allá. Esa ha sido mi vida de actriz, por aquí, por allá”. Le recordé una frase de Marco Aurelio: “Olvídalo todo y todo te olvidará”. Cipe me miró a los ojos y dijo: “Pero eso a nosotros ya no nos pasará nunca, ¿verdad?”.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados