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Días como estos

 

 

 

 

 

 

 

 

17 noviembre
Ante la muerte, en japonés, las palabras ‘naku’ (llorar) y ‘namida’ (lágrimas) no están en el mismo plano de sentido. Representan acciones distintas. ‘Naku’ se escenifica en un gesto muy característico del teatro ‘Noh’, que a su vez es el gesto formal nipón más solemne ante el dolor: el ‘shioru’. Este consiste en que el actor levanta la mano y se cubre con ella el rostro lenta y discretamente. No hay lugar para las lágrimas; en todo caso, pertenecen al espacio que oculta la mano, a la privacidad del rostro así preservada; las lágrimas tienen lugar pero no son vistas. El desbordamiento liberador del llanto está contenido, apenas dibujado por el movimiento de la mano hecho de un solo trazo en el aire. Esa acción de cubrimiento del rostro se llama ‘kakusu’ (esconder), y los actores especializados en teatro ‘Noh’ la realizan ritualmente. Quizá con emoción, quién sabe.

En cambio, en el teatro ‘Kabuki’, otra variante del teatro tradicional japonés, las lágrimas son manifiestas, se exhiben ante el público de manera notoria mediante un extraño movimiento en que se dan la espalda unos a otros y muerden o estrujan con fuerza el extremo de una tela, una especie de trapo. Se contiene así el grito, pero se da rienda suelta a las lágrimas de manera callada, en un rostro visible que no esconde la expresión del llanto.

En Occidente no existe esa distinción. No podemos llorar sin lágrimas, el llanto no puede esconderse, incluso aunque se oculte el rostro para hacer más íntimo el dolor. En Occidente, el rostro oculto en el gesto del llanto es un claro aviso de la desgracia, la comunicación formal de un suceso luctuoso o dramático. En Occidente, el dolor ante la muerte se proclama, se exclama, se exhibe, se dicta, se grita sin que nada formal lo contenga. Pienso en estos matices un sábado triste y frío de noviembre en que ha muerto un ser muy querido para mí. Llanto y lágrimas se confunden para expresar el mismo vacío que deja.

19 de noviembre
Me pregunto qué hacían otras personas en días de noviembre como estos, pero en otros años, incluso en años muy lejanos. Busco al azar y descubro, por ejemplo, que el 12 de noviembre de 1962 Saul Bellow le desmiente a su editor John Leggett que haya podido verlo con una chica en Central Park. “No llevo chicas a Central Park. A mi edad un hombre necesita un amor calentado al vapor”. Otro día de noviembre, esta vez el 15, pero de 1989, el mujeriego enamoradizo que era Bellow (léase, si no, su correspondencia publicada por Ediciones Alfabia) comunica a un amigo que “el verano pasado me casé con una hermosa joven”. ¿Sería hija de aquella chica de Central Park, cuya existencia negaba años atrás? Bellow siempre tuvo una necesidad de supervivencia saltando de esposa joven en esposa joven, sin pronunciarse con respecto a qué primaba más, si la condición de esposa o la condición de joven. Su figura de sátiro vivaz es toda una seña de identidad.

Descubro, por ejemplo, que Borges, por esas mismas fechas, le confiesa a Adolfo Bioy Casares que quizá los españoles se ufanen puerilmente de hablar muy bien el español, pero son incapaces de escribir un buen libro. Pienso que esa opinión del Borges ligero pero profundo sigue vigente. Hace más de doscientos años que, salvo contadas excepciones, nuestra literatura languidece como el país, metido en una cápsula aparte de la Historia que apesta a sotana y reyezuelo.

Descubro, por ejemplo, que Franz Kafka, el 19 de noviembre de 1913 ve a una prostituta gorda que suele gustarle. Se pregunta si pasear mirando putas es una bajeza, pero a continuación añade que no conoce otra cosa mejor, más inocente y con menos remordimientos. Luego describe su ideal femenino prostibulario: “Solo deseo a las gordas de cierta edad, con vestidos anticuados, en cierto modo suntuosos”. A mediodía del 19 se encuentra con una mujer de esas características, con el pelo recogido y vestida con una bata de cocinera que lleva a lavar un bulto de ropa. “Nadie habría visto en ella el menor atractivo, solo yo”, escribe Kafka. Esa noche se cruza con una mujer haciendo la carrera en un angosto callejón. Entonces relata que se produce una metamorfosis: es la misma mujer con bata de cocinera que ha visto por la mañana, bien peinada y vestida ahora con un ajustado abrigo amarillento. Se miran, se vuelven a mirar, y cuando ella le sostiene la mirada, el pícaro y cobardón Franz confiesa que lo que hizo fue escaparse. Dice que en esa época pensaba demasiado en su novia Felice.

Como escribió Victor Klemperer, “el contemporáneo nunca sabe nada”. La distancia es lo único que permite ver el cuadro. La distancia… y la curiosidad.

20 de noviembre
Me cuenta un amigo que, viviendo en París en 1986, leyó en cierta ocasión este hilarante anuncio por palabras: “Director cinematográfico busca enano para pequeño papel en cortometraje”. Sin comentarios.

21 de noviembre
Mientras la anestesia hace su efecto, observo que en la pared del dentista está colgado el siguiente letrero: ‘Consentimientos y panorámicas’. Me deja perplejo. Todos son interrogantes ante una asociación de palabras tan disímil e imposible como esa. ¿Qué querrá decir? ¿Qué sentido unirá a los consentimientos con las panorámicas? ¿Consentimientos de qué? ¿Panorámicas de dónde? ¿Por qué en el dentista? ¿Serán alucinaciones por la anestesia?

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados