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Los hechos espirituales

El Greco

 

 

 

 

 

 

 

 

25 de febrero
Estos días leo con placer las ‘Cartas persas’ de Montesquieu. Frescura e inteligencia, libertad y belleza, ingenio y descaro, eso transmiten. Releo también la ‘Vida de Henri Brulard’, de Stendhal, que me aburre un poco, quizá porque Stendhal, cuando no es trepidante –como en ‘La Cartuja de Parma’ o en ‘Rojo y negro’– es aburrido para un lector actual. Estas relecturas se las debo a Josep Pla, que las recomienda en su asombroso ‘Cuaderno gris’. Pla era, como lo fue Umbral, un escritor-prosista, de anotaciones e impresiones, muy sobrevalorados los dos, creo yo. Reescritor, más bien, porque trabajaba con mucha elaboración la aparente simplicidad de sus escritos. Pere Gimferrer suele decir que Pla escribió cuarenta veces el mismo libro, y a veces lo mejoraba. De todo lo que he leído de Pla, aprecio su alto sentido de crítico literario y su amor, que comprendo y comparto, por la literatura francesa. Son extraordinarias las breves páginas que dedica a Proust, de lo mejor de Pla y de lo mejor que he leído sobre Proust. En cambio, Pla mantenía hacia lo castellano un prejuicio intencionado, en mi opinión. Era un ignorante a propósito, y despreciaba al desgaire lo español (como lengua y como literatura), con un criterio rayano en lo mezquino, cargado de razones de una altivez de filósofo rústico. Iba de campesino cuando en realidad le habría gustado ser legislador.

7 de marzo
             La imagen espiritual, pretendida eternamente por el arte, ¿cómo se capta, cómo se fabrica, cuál es su ‘tempo’? Bill Viola, el gran videoartista, ha sabido hallar la imagen esquiva de “lo espiritual”. Neoyorquino, nacido en 1951, Viola es objeto actualmente de una gran retrospectiva de sus vídeos en el Grand Palais de París, pero su obra se ha visto con frecuencia en España. Ha habido grandes exposiciones de Viola en Bilbao, en Madrid, en Granada, y en repetidas ocasiones, además.

En sus instalaciones de hiperlentitud y movimiento constantemente imperceptible, en las que los gestos se demoran y son ralentizados por una cámara lenta hasta la sensación de inmovilidad, Viola capta el espíritu. Y nosotros, los espectadoras, lo percibimos como un espacio que se modifica en un tiempo muy prolongado. Comprendo entonces que lo espiritual no es un hecho mágico, sino una cuestión de alargamiento del tiempo a la vez que el espacio se llena muy lentamente de presencia. Me tranquiliza creer que la Física podría definir lo espiritual de un modo similar.

Por otra parte, los vídeos de Bill Viola no relatan nada. Se quedan en un etéreo estado repetitivo. En ellos, algo acaba y vuelve a empezar, en bucle, sin que hayamos asistido a una narración, sino a un acontecimiento. Solo eso: estamos frente a un tránsito que no puede ser traducido a otra expresión. No es fácil, por tanto, comprender qué busca o qué cuenta Bill Viola. Lo que sí hay es un vínculo innegable con lo que algunos llaman absoluto. El efecto que producen sus vídeos es apaciguador y balsámico. Y proponen un imposible: cruzar el umbral de lo evidente para penetrar en un espacio imaginario donde conviven el agua y el fuego, donde lo absurdo se vuelve lógico y toda propuesta es inquietante.
El contagio, eso es lo que me viene a la mente al ver sus obras. El contagio de un halo religioso sin religión.  

11 de marzo
Se cumplen diez años del atentado de unos terroristas islámicos que sacudió Madrid en 2004. Como posteriormente escribí una novela que trata de ese atentado, algunos medios me han preguntado sobre el papel de la literatura frente a la Historia. No sé qué decir, no tengo respuestas para cuestiones tan abiertas y ambiguas. Solo intuyo que la imaginación narrativa es el verdadero hilo conductor de la Historia, de ahí que sirva para consolidar un hecho transmitido de generación en generación. Por eso respondo que las novelas contribuyen a fijar la Historia porque precisamente cuentan lo que los datos esconden, hablan de humanidad.

Aquellos hechos fueron de tal magnitud humana, que yo, como escritor, me sentí interpelado a contarlos para entenderlos. Creía que, al nombrarlos, me unía más a la colectividad que tanto se conmocionó –la ciudad de Madrid, toda España en general–; de algún modo yo tenía que formar parte activa de esa conmoción. Necesitaba, como escritor, universalizar aquello, por así decir. 

Creo que en el caso del 11-M, o de cualquier otro drama histórico (como el tsunami de 2004, relatado por Emmanuel Carrère en ‘De vidas ajenas’), la narrativa sirve para crear vínculos entre personas y personajes, entre hechos y sensaciones, y sobre todo para comprender mejor la realidad desde un punto de vista de cierta justicia, la cual casi siempre es escamoteada por la dinámica posterior de los hechos.

Aún hoy sigue indignándome cómo ciertos políticos y sobre todo ciertos medios estuvieron durante años generando tal confusión y tal división entre las víctimas y los ciudadanos, que llegaron a producir un visceral rechazo por todo aquello que supusiera un recuerdo equitativo del 11-M. Solo los jueces demostraron valor y rigor por la verdad. Como ha demostrado ahora Fernando Reinares es su fundamental libro ‘¡Matadlos!’ (Galaxia Gutenberg), hubo unos causantes, los terroristas islámicos, y una sociedad herida, la nuestra. Los efectos de ello fueron manipulados políticamente sin escrúpulos.

 

 

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