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Un fantasma al aparato

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14 de mayo
¿Quién no ha tenido alguna vez una experiencia con un fantasma? Yo desde luego sí, y conozco varios casos. Aunque, desde luego, toda experiencia fantasmática tiene un claro cariz subjetivo que se resume en esta idea: “yo sentí una presencia”. Esa presencia sentida sensorialmente podría ser un fantasma, un ectoplasma o sencillamente una alucinación. Por lo general, esta, la alucinación, es la razón más frecuente para elucidar la visión de un ser cuya existencia, materialmente, es imposible. Y las alucinaciones, ya se sabe, las carga el diablo con variada munición. Pero, aun así, a veces uno, sin creer en ellos, sabe que haberlos haylos.

Real o ficticia, es asombrosa la historia que cuenta Rainer Maria Rilke en ‘Los apuntes de Malte Laurids Brigge’ (Alba Editorial). Rilke pone en boca de Malte, su alter ego, la vivencia de que cuando era niño pasó una temporada en un castillo o caserón y que, durante los meses que allí estuvo, todos vieron al menos tres veces al fantasma de Christine Brahe, la mujer del anfitrión, fallecida años antes. Esa mujer, noble y bella, perfectamente descrita por Malte Laurids Brigge, se sentaba con ellos, desayunaba con ellos y era una presencia que estaba juntos a ellos sin mediar palabra, pero ‘estando físicamente’. Lo asombroso es la naturalidad con que se describe la convivencia con el ser de ultratumba.

Sin llegar al caso extremo de convivir con uno, lo más frecuente es sentir su presencia. Tuve una experiencia personal de esta naturaleza hace unos treinta años. Nunca he vuelto a sentir nada parecido. Fue lo siguiente: vivíamos Maribel y yo en un piso muy viejo y muy grande de la calle Infantas de Madrid. Una noche en que estaba yo solo en la casa, porque Maribel se había ido a pasar unos días a Valladolid, metido ya en la cama dispuesto a dormirme, apagué la luz de la mesilla y el dormitorio se llenó de una negra, absolutamente negra oscuridad. No pasó ni medio minuto, cuando de pronto sentí clara, nítida, lúcida y físicamente que alguien se sentaba en la cama, que un cuerpo hollaba el colchón, con el consiguiente movimiento ligero que eso produce en las mantas. Sé que es absurdo jurarlo, pero puedo jurar que por unos segundos, en aquella cama en la que estaba yo solo, en aquella casa en la que estaba yo solo, había ‘alguien’ o ‘algo’ junto a mí. Como no me había llegado a dormir aún, pues aquello sucedió en cuanto apagué la luz, consciente como era de que algo extraño estaba sucediendo, corrí a encender de nuevo la lámpara y comprobé que allí no había nada ni nadie. Esa inquietante sensación me desazonó toda la noche, en la que estuve, creo, leyendo hasta que me pudo el sueño con la luz encendida. Nunca más en la vida he experimentado algo tan real como aquella forma sentándose a mi lado en la cama. Pero no acaba aquí esta experiencia, porque –y de nuevo en las mismas circunstancias–, unos meses después Maribel sintió exactamente lo mismo. En esa ocasión, la que estaba sola en la casa era ella, yo estaba de viaje. El marco era idéntico: nuestro dormitorio, la noche, la hora de dormir, la lámpara que se apaga y, de inmediato, en la negrura, el sentir pesado de un cuerpo que aplasta un lado del colchón con la inequívoca certeza de que alguien se ha sentado allí. Maribel tardó un poco más que yo en volver a encender la luz, porque no daba crédito a que aquello estuviera sucediendo. Cuando, por fin, extrañada o aterrada, encendió la lámpara, a su alrededor no había más que el natural y previsible vacío. Lo sorprendente es que ella no sabía nada de mi experiencia pasada, y solo se la conté cuando ella me contó la suya. Bueno, de aquella enorme casa en la que vivimos casi diez años al final no nos echaron los fantasmas, cuyo deambular nocturno casi llegamos a dar por sentado, sino los ratones. Pero esa es otra historia.

Lo que es realmente extraño en cuando existe una evidencia tangible que no admite ninguna explicación lógica. A unas personas, muy cercanas a mí, les sucedió un hecho inexplicable. Diez meses después de fallecido su padre, mis amigos, dos hermanos que viven juntos en la casa familiar donde también vivía el padre fallecido, salieron a dar un paseo por los alrededores. Caminaron mucho los dos, calcularon que unos cuatro kilómetros, y entonces uno de ellos recibió una breve llamada en el móvil. Cuando quiso darse cuenta, vio que se trataba de una llamada perdida. Lo inaudito era que la llamada perdida procedía del móvil de su padre fallecido. Ese móvil estaba en la casa, dentro de un cajón y técnicamente sin batería. Los hermanos se asombraron tanto que regresaron precipitadamente, quizá pensando que se trataba de un robo. Al llegar, comprobaron que todo estaba en orden. Nadie, además, tenía llaves, ni siquiera contaban con una asistenta, ni tampoco ningún familiar, todos lejanos, podía entrar en la casa y menos aún saber dónde estaba el móvil de su difunto padre. Corrieron, entonces, a buscar ese móvil y comprobaron que, en efecto, la llamada se había producido al teléfono de uno de los dos hermanos, y que la anterior llamada que figuraba en el móvil era de once meses atrás, en vida todavía del padre. Nadie, por tanto, salvo el muerto podía haber hecho esa llamada. Es algo tan absurdo que, de puro inverosímil, acaba por ser aterradoramente inquietante. No dejó mensaje, no hubo voz, no hubo más que la llamada perdida sin ningún objetivo. En el cementerio de Novodyeviche, en Moscú, hay una tumba en la que se ve a un general soviético llamando por teléfono. Ningún hilo sale del auricular. Es un cadáver al aparato. No se sabe si llamaba él o recibía la llamada de Stalin. ¿Sería él quien llamó desde el teléfono de su padre a mis amigos?


 

 

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados