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Alteraciones de juventud

Bruce Lowery - Martín Casariego

 

 

 

 

 

 

 

 

23 de febrero
Bien han sabido siempre los grandes escritores que los libros alteran la mente, condicionan la vida, inundan la imaginación y fomentan los deseos. Siempre generan ‘quijotes’ y ‘bovarys’ y ‘alicias’. Siempre cambian al lector, poco o mucho, pero lo cambian. Porque en última instancia los libros desvían: desvían del origen y del destino, proponen un camino diferente para llegar a un lugar inesperado. Como Lewis Carroll le hace decir al Gato de Cheshire en ‘Alicia en el País de las Maravillas’: “Siempre llegarás a alguna parte, si caminas lo bastante”. Creo en la perversión que causan los Carroll, los Joyce, los Flaubert, los Cervantes, los Shakespeare. Porque todos, como dueños de grandes trucos, hechizan y manipulan el alma crédula de los lectores. Con los libros, el lector bebe su dosis del veneno de la literatura. Se hace transgresor y fantasioso. Se siente capaz de alterar lo inalterable. Sabe que tomará, tarde o temprano, el camino equivocado. Aprenderá lo que nadie sabe. Se abocará al misterio y a la revelación. Los libros fermentan dentro de los lectores y los enloquecen en secreto después. Por eso, el mejor consejo que conozco, como escritor, es este: “¡Niños del mundo, no leáis!”. Sin embargo, yo leí.

Leí desde muy temprana edad. De aquel entonces, recuerdo que no había muchos libros en mi casa, pero algunos cuantos había y dieron sus frutos. Muchos provenían del Círculo de Lectores, que, junto con la Planeta de José Manuel Lara, tanto ha hecho por introducir los libros en las casas –y las mentes- de los españoles. Entre los que había, traigo a la memoria uno muy especial para mí, porque fue un relato que me influyó mucho más de lo que supuse entonces, obviamente. El libro en cuestión se titula ‘La cicatriz’, de Bruce Lowery. Es una novela sobre un adolescente de trece años con una cicatriz en el labio que ha de vivir con ese extraño estigma. La novela, en consecuencia, habla del aprendizaje y la responsabilidad, del miedo y el valor, de la muerte y la amistad. La leí en una edad aproximada a la de Jeff, el protagonista, saliendo de o entrando en la misma confusión que él y pasando a otra etapa de la vida, agobiante pero sin duda diferente. Quizá no sea una gran novela, además es corta, pero es una novela con un espíritu narrativo muy vivo e intemporal. Releída hoy, sigue conservando la fuerza del tránsito y el reflejo de la perplejidad vulnerable de los adolescentes zarandeados por descomunales incógnitas (¿qué adolescente no lo es?). La leí en torno a 1970. Años después supe que Lowery, fallecido en 1988, era un norteamericano de madre belga, bilingüe, que escribió ‘La cicatriz’ en francés directamente y que recibió un prestigioso premio en Francia, entregado por Charles de Gaulle, algo que a Lowery le pareció el mayor honor del momento. Escribió otros libros que no han tenido la fortuna de mantenerse como ‘La cicatriz’, libro de claroscuros, tensiones, crecimiento y asombro, características que hacen que se reedite en todo el mundo con frecuencia.

He pensado en esas características cuando estos días he leído la última novela de Martín Casariego, ‘El juego sigue sin mí’ (Siruela), una novela con potencial de bala directa al corazón, sencilla y compleja al mismo tiempo, ligera e intensa, divertida y trágica sobre el tránsito por una cierta adolescencia en la que muchos se reconocerán. En esa edad –como admirablemente describe Casariego-, algunos hechos y sucesos pasajeros son determinantes, especiales y sobre todo ‘definitivos’. Todo lo que queda atrás, queda atrás para siempre; todo lo que se avecina, despliega un temible abanico de posibilidades; todo el amor es dramático, toda muerte posible, toda despedida ruptura y todo dato abre un tesoro, ya sea un libro, una música, una poesía. Casariego, en esta novela narrada como si el autor y el lector respirasen al unísono, ha logrado esa misma viveza que se desprende de la novela de Lowery, aunque con mayor naturalidad. Por otra parte, ‘El juego sigue sin mí’ cita en sus páginas numerosos títulos de libros de aprendizaje y con ello muestra, a su manera, el papel fundacional que estos (o los discos o las películas) ejercen a esa edad inicial, sobre todo cuando algún chico mayor habla de ellos: devastan y moldean como hacen los mitos.

En este sentido, hay muchas cercanías entre las novelas de Lowery y de Casariego y la obra maestra de Salinger ‘El guardián entre el centeno’. Es curioso que Casariego haya escrito recientemente un artículo sobre ella. Y además en su novela se alude a Salinger varias veces. Observo un aire común, qué duda cabe, no literal pero sí de lectura que aflora ahora, madurada y fértil. Los libros leídos con pasión siempre salen a flote en la obra de los escritores. Estoy convencido de que Casariego se codea literariamente con Salinger. Y no me extraña, porque es sin duda uno de los más dotados narradores españoles actuales y uno de los que mejor ha captado el profundo laberinto emocional de la juventud. En esto, forma parte del subversivo club de los salingerianos.

No deja de ser paradójico que las buenas novelas sobre la adolescencia y la primera juventud como las tres citadas, contextualizadas muy claramente en un tiempo, una moda, unos gustos y unas referencias muy concretas, a la vez que pobladas de un lenguaje generacional, tengan una vigencia y una perdurabilidad que transciende su momento. Será debido, creo yo, a que tratan el asunto de la mutación, del rito de paso en la edad en que más extraños nos sentimos todos. La novela de Martín Casariego, jugando con su título, “seguirá adelante sin él” por mucho tiempo.

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados