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La mancha ingenua

 

 

 

 

 

 

 

 

20 de septiembre
            Veo en Madrid la excepcional exposición sobre los pintores italianos llamados ‘macchiaioli’ (manchistas). Son pinturas que uno desearía poseer. El nombre les fue puesto en 1855 con desprecio, como si practicaran un arte sucio y pasajero. Pero hoy en día son respetados en tanto miembros de un movimiento que aglutinó en Italia a unos jóvenes, desenfadados y comprometidos pintores de mediados del siglo XIX que filtraban la vitalidad y la alegría de la revolución. De ahí su impulsiva ingenuidad y su osadía como cronistas de su tiempo. Un tiempo cambiante, bueno para unos, malo para otros, inevitable para todos.

Les unía y animaba la figura del mecenas y crítico de arte Diego Martelli, un gozoso vehemente, y hacia 1852 se reunían en el Caffè Michelangiolo de Florencia. Su pintura tenía la inmediatez característica del natural, hecha en exteriores, sin predominio del dibujo, obsesionada por la luz ‘verdadera’. En sus cuadros hay perspectivas nuevas, una sublimación entusiasta del mundo rural (la Toscana, el Piamonte, las orillas del Po, como en ‘Novecento’, la película de Bertolucci); trabajan el pequeño formato sobre madera y muestran una visión tan naturalista como poética, en medio de la Italia independentista y revolucionaria de Garibaldi. Una inmersión de lleno en la espíritu brioso de Tancredo Falconeri, el joven sobrino de don Fabrizio de Salina de ‘El gatopardo’, que se pone a merced de los vientos de la historia, sean los que sean.

Los ‘macchiaioli’ son muchos, aunque no demasiado conocidos. Reparé solo en algunos cuyas obras abordan de modo valiente miradas nuevas: Giovanni Fattori, Telemaco Signorini, Giuseppe Abbati, Giovanni Boldini o Silvestro Lega. Transmiten una energía luminosa proveniente del paisaje y de la vida al aire libre. Su época es la radical del Risorgimento. Su pintura es la crónica de una época, y en ella hay batallas y épica entre pinceladas extremadamente minúsculas y sutiles.

Anticipan en sus encuadres la instantaneidad de la fotografía. Es lo que sucede con un cuadro deslumbrante, ‘La sirga’, de Signorini, de los mayores de la exposición. O con otro sobre la entrada de Garibaldi en Palermo, de Fattori. Esta misma escena aparece recreada en la versión cinematográfica que de ‘El gatopardo’ hizo Visconti, quien ya se basó en estos pintores para otra película suya, ‘Senso’, donde imaginaba el ambiente doméstico de la burguesía rural, aún fronteriza entre el campesinado y los terratenientes.

Al ver esa pintura, uno no puede dejar de pensar en ese fresco mayor del mundo siciliano –y de la Europa sureña en general– que es ‘Los Virreyes’, la novela de inconmensurable grandeza, amena, fértil y decadente a la vez, de Federico De Roberto. Si Lampedusa hizo en 1957 una joya delicada y detallista con ‘El gatopardo’, De Roberto hizo un inmenso, burlón y despiadado reflejo del poder y sus miserias que no ha perdido ni un ápice de vigencia, pese a ser publicada en 1894.

23 de septiembre
Sigo con De Roberto y los ‘macchiaioli’ en la cabeza cuando acabo de leer la última novela de Manuel Longares, ‘Los ingenuos’ (Galaxia Gutenberg). Entonces caigo en la cuenta de que él, Longares, es el De Roberto español, sin duda, y salvada la distancia de más de un siglo. No me extraña su ironía descomunal, ya se percibía en ‘Romanticismo’, su novela mayor, y se confirma ahora en esta, deliciosa, nostálgica y divertida novela sobre una familia y unas calles madrileñas, la de Infantas y la Gran Vía, tan inmensas como todo París, vaya, ya puestos. ‘Los ingenuos’ es inclasificable, como lo fueron ‘El gatopardo’ o ‘Los Virreyes’. Son novelas fuera de época que, sin embargo, hablan de todas las épocas, porque hablan de la naturalidad de la existencia y se apiadan de los personajes sin compadecerlos. Longares, además, es una especie de Galdós con gracia y posee una astucia felina para perfilar la fatalidad de la gente bienintencionada, que suele ser la mayoría, marcada por la tentación de la malicia. Igual que De Roberto, Longares domina un estilo donde los adjetivos son innecesarios y todas las palabras –sobre todo en los diálogos– tienen la exactitud irreprochable de un encaje perfecto.

28 de septiembre
Proyectos. Querría escribir un libro que leyeran sin rubor Tolstoi, Proust y Flaubert, que me llevase varios años y fuera concebido como una gran mezcolanza de novela, drama, comedia, tauromaquia, musical, realismo, artificio, fantasía, collage, bronca, violencia, ternura y risa. Una broma macabra y conmovedora, satírica y exultante. Una canallada. Su título provisional sería, sin embargo, un tanto confuso (de los que hay que explicar): Fiesta. Una elegía española. Sería una novela sobre España como centro y obsesión, sobre su deriva al vacío y hacia atrás, como mito y desmito. Con curas, toreros, chinos y políticos. Como una pintura del Bosco y como un juicio final. Como una paella con forma de juego de la oca. Una novela que empezara: “En el lugar de esta mancha…”. Y que la crítica, sagaz y profunda como siempre, la calificara de cervantina. No descarto hacerlo, si vivo lo suficiente y pagan lo necesario.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados