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Memoria en acción

Walter Benjamin/Graham Greene

 

 

 

 

 

 

 

 

22 de enero
Podría suponerse que el paso directo de la acción al relato es algo sencillo, y sin embargo es titánico. Ejemplos de ello son Ernst Jünger en ‘Tempestades de acero’ o Isaak Bábel en ‘Dario de 1920’. La mayoría de los escritores parte de la imaginación, a la hora de ponerse a escribir. Manu Leguineche, que ha fallecido hoy, participaba de ambas: era un periodista de acción que relataba desde la imaginación. Y siempre sobre un entramado de datos verídicos. Lo hacía como uno de sus escritores fetiches, Ernest Hemingway, que todo lo consideraba desde una perspectiva narrativa, todo merecía ser contado ‘verdaderamente’. Los cuentos de Hemingway son buena muestra de esa totalidad a la que aspiraba. Era otra manera de utilizar la memoria: en vez de relatar un recuerdo, lo fabulaba, de modo que así superaba los límites de lo episódico para convertirlo en una experiencia universal, literatura en suma.

Leguineche escribió mucho tratando de dar a conocer grandes historias; pero partía de las pequeñas historias, las hechas a la medida del hombre, como cuando abordó las guerras del Rif, Cuba, Filipinas o Vietnam, de las que daba a conocer episodios minúsculos, con héroes anónimos pero épicos, en contextos brutales y fatídicos. Cual personaje del propio Hemingway, Leguineche se veía como un periodista trágico en medio del engranaje de la gran Historia real, la de los conflictos bélicos, que le había llevado a escoger el duro camino del corresponsal de guerra, y allí, desde el ‘epicentro de la noticia’, inspirarse para encontrar los nexos con la ficción que permitían fraguar un relato. Porque es cierto que la realidad se cuenta desde la información, pero se fija en la memoria como mito a partir del relato, es decir, de la invención.

Muchas veces me habló Leguineche de Hemingway. La muerte de Hemingway le atraía –pegarse un tiro cuando ya todo está cumplido y el cuerpo va a la deriva de una enfermedad incurable–; era un modo decente de largarse de aquí si la vida acababa siendo tan cruel con él como lo fue con el gran norteamericano. Al final, con Leguineche la vida fue mucho más cruel aún. Viajero empedernido, conversador locuaz, escritor versátil y vertiginoso como era él, se vio atado a una silla de ruedas, inmovilizado e incapaz de escribir durante los últimos años de su vida. Solo desde su energía vital podía mantener esa sonrisa que se ve en las fotos de su última década. Al recordar a Leguineche, pienso en el Harry de ‘Las nieves del Kilimanjaro’, quizá uno de los cuentos más perfectos que se hayan escrito jamás. En el relato de Hemingway, un hombre herido en la sabana africana e imposibilitado para moverse espera junto a su amada que lo evacúen de allí, y mientras espera hace memoria de los momentos de su vida que le han llevado hasta ese momento culminante, frente al Kilimanjaro. Es un cuento que no puedo evitar emocionarme al leerlo; un cuento cuyo final son los latidos del corazón.

Esa apariencia de falsa dureza frívola, tan propia del arquetipo del corresponsal de guerra, que transmitía Hemingway y que imitaba a la perfección Leguineche, encerraba en el fondo una blandura dadivosa, tal vez insegura y a contrapelo, pero nacida de haber conocido a mucha gente y de haberla escuchado aún más.

25 de enero
Si pudiera vender mi alma a algún diablo por poseer un cuadro, solo lo haría por una extraña pintura de Caravaggio que hay en Milán, la conocida como ‘Cesta de frutas’. Es un bodegón subyugante que, no sé por qué, me remite a la esencia de la pintura, al placer de representar y de figurar algo porque sí. Además, es un bodegón imposible, que está ubicado en un espacio que no tiene fondo, ni contexto, ni sombras, que ‘no tiene lugar’. Es un cuadro –más bien pequeño, de 31 x 47- que no enseña nada, ni genera perspectivas, ni movimientos, ni ideas. Es pintar por pintar. Pero también parece guardar un secreto, el mecanismo oculto de algo que, al abrirse, va a revelarnos una verdad. ¿Cuál? Quién sabe, quizá el hecho de que detrás de la pintura no hay más que pintura, variaciones sobre la repetición de la realidad, el mantra infinito de poder nombrar algo, sea por el camino que sea, texto o imagen, y decir: “Esto es esto”.

Alberto Corazón, en sus últimos trabajos expuestos ahora en la Galería Marlborough, ha culminado una parte de su inagotable diálogo con este cuadro inaudito. Adopta una perspectiva nueva: la memoria, pletórica o titubeante, evoca ese bodegón desde trazos de colores muy vivos. Corazón ha optado por una gimnasia mental (el recuerdo) y física: pintar cada cuadro de un tirón. Sus cuadros son visiones parciales, fragmentos revividos del bodegón inicial. La pincelada nerviosa e intermitente de Corazón rinde un homenaje a tal o cual detalle del cuadro de Caravaggio. En esa translación impulsiva de la memoria, lo que surge es una gama inacabable de bodegones nuevos, tan imposibles y tan caprichosos como el original. En ‘¿Es la memoria un cazador furtivo?’, Alberto Corazón ya explica que lo que él hace es merodear por los alrededores del bodegón de Caravaggio para capturar la presa de esa libertad feliz que transmite. Y lo que ha logrado es hallar su propia libertad feliz. Son cuadros que se adentran por la pintura sin otra búsqueda que la pintura misma. Una aventura gozosa.

 

 

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