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Mouawad

 

 

 

 

 

 

 

 

13 de octubre
         Desde que vi ‘Incendies’, la impactante película de Denis Villeneuve basada en la obra homónima de Wajdi Mouawad, la figura de este libanés-canadiense me ha interesado cada vez más. Es conocido en todo el mundo por su tetralogía ‘Le sang des promesses’ (compuesta por cuatro piezas teatrales bellas e intensas: ‘Forêts’, ‘Littoral’, ‘Incendies’ y ‘Ciels’). Mouawad, junto al genial dramaturgo Robert Lepage, con quien guarda una sintonía evidente, es el autor teatral más innovador del teatro de Canadá de hoy en día. Ambos son habituales de la escena madrileña, donde cada uno o dos años estrenan con gran éxito.

Ahora Mouawad ha presentado un asombroso viaje interior con su obra ‘Seuls’, escrita, dirigida e interpretada por él mismo en solitario. Una obra hecha a base de llamadas telefónicas, dramática y liviana a la vez, que culmina con un ejercicio físico, enloquecido, en el que el cuerpo del Mouawad se convierte en lienzo y pincel de una explosión de colores que tratan de atrapar lo inatrapable: la referencia, la huella, la marca de la identidad. Nunca he visto a un actor pintarse a sí mismo de tantos colores con tal derroche de energía. Representa, creo yo, la simbología del agotamiento.

Como todas sus novelas y sus obras de teatro, también ‘Seuls’ gira en torno a la identidad, más en concreto a ‘su’ identidad: cristiano maronita, su familia tuvo que huir de Beirut a Canadá a finales de los setenta. Mouawad no ha cesado de proponer al mundo una reflexión sobre los efectos del desarraigo, la memoria y la presencia/ausencia de la identidad. Para Mouawad, la identidad es una fatalidad de doble filo: un exceso de identidad paraliza, involuciona al ser humano, extraviándolo por el túnel de la memoria como añoranza y no como escenario del pasado. Y por otro lado, una pérdida de identidad destruye, aboca a la soledad del desarraigado. Sin embargo, la pérdida de la identidad permite el mestizaje, la confluencia y el punto de reinicio sin ningún lastre. La propuesta de Mouawad es doble y compleja, porque al final, tanto el exceso de identidad como la ausencia de esta conducen a una especie de conflicto interior. No hay solución ante este dilema que caracteriza al mundo de hoy: ¿volvemos al origen y defendemos a ultranza lo identitario familiar, o salimos al exterior y nos sumamos a la masa heterogénea de lo que existe fuera, ajeno y plural? La inmensa mayoría está atrapada entre esas dos elecciones.

27 de octubre
A veces tengo presente esta frase de Proust: “Como el sedentarismo inmoviliza los días, el mejor medio de ganar tiempo es cambiar de sitio”. (Algún día se analizará el sutil sentido de la movilidad en Proust, a quien se le suele imaginar más bien en la cama, levantándose muy tarde y perezoso.) Así que me meto en un avión y me voy a casi dos mil kilómetros. Busco una playa lo más desierta posible, lo más extensa posible, lo más pura posible. Y la encuentro en un rincón muy sureño de las Canarias cuyo nombre me reservo. Tumbarse al sol a finales de octubre, bañarse en aguas cristalinas, disfrutar del silencio solo martilleado por las olas, mirar alrededor y no ver a ningún ser humano en un kilómetro a la redonda, solo gaviotas, y desaparecer incluso del propio pensamiento son placeres envidiables que solo se ubican en ese lugar insólito que es la playa.

De hecho, estos días la vida ha sido toda en la playa. No la concibo como mero destino, sino que entiendo la playa como parte del viaje. He recorrido muchas playas, desde las de Escocia hasta las de Valparaíso, desde las griegas hasta las israelíes, y todas se han abierto como páginas de un libro que había que leer para entenderlas. Así comprendo la playa como deseo y como espectáculo, siempre que sea una playa desierta. Lo que disturba en una playa es precisamente la gente. La gente que no sea uno mismo, claro. No existe el ‘habitante de las playas’. Existe el profanador de playas. En la playa, además, todo es transparente, casi invisible. Incluso nosotros mismos, dorados por el sol, nos mutamos en el color de la arena.

Entiendo también la playa como borde, límite, abismo, la domesticación de un peligro, el de entrar demasiado lejos en el agua, el de ser atrapado por el mar y ser llevado lejos, como si el mar tuviese un gancho oculto. ¿A quién no le cautiva su frontera con ese más allá que es nuestro elemento extraño, el acuático, donde al cabo de unos minutos, por ahogamiento o congelación, nos aguarda la muerte? Sumergirse en el mar es jugar con un arma cargada, algo excitante, atrayente, voluntario. Vamos un poco más lejos, nos adentramos más. Pero enseguida regresamos. El mar te traiciona en cuanto te descuides.

La playa se inventó a fines del XVIII, y se iba a ella a respirar, no a tomar el sol ni a bañarse. Se huía del sol por molesto, se buscaba la sombra. Era –y es aún– una regresión a la inocencia: en la playa se corretea, se cogen guijarros, conchas, se está poco vestido o nada. Incluso la sensación de suspensión es parte de esa inocencia perdida que se busca en toda playa desierta. También hay otra perspectiva de la playa, una perspectiva desde el otro lado: la playa como llegada, el lugar salvador al que arriba exhausto Odiseo, el lugar incierto donde llegan los auténticos héroes viajeros de nuestro tiempo, los verdaderos argonautas del presente, los inmigrantes en pateras, el futuro.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados