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De Cervantes en Sterne

Sterne

 

 

 

 

 

 

 

 

22-28 de septiembre
Boquiabierto releo ahora ‘La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy’, de Laurence Sterne, un autor de quien escribió Virginia Woolf que “toca ligeramente con sus manos la imaginación, el ingenio y la fantasía”. Lo leo en la gran traducción, ya antigua, de Javier Marías; y lo hago incitado por la aparición ahora en español (en Impedimenta) de la versión como novela gráfica que en 1996 llevó a cabo Martin Rowson.

Sterne (1713-1768) forma parte de esa categoría de escritores que se caracterizan por su rareza y atipicidad. Clérigo, hijo de militar y bisnieto de obispo, se encuentra de lleno inmerso en una tradición literaria que bebe de las fuentes principales de Rabelais y de Cervantes, a quienes el propio Sterne estimaba sobremanera. De ellos toma especialmente dos de los rasgos definitorios de la novela moderna: el humor y el artificio biográfico. Las aventuras del libro son un laberinto que conducen a la sonrisa, a la evasión rabelesiana; las desventuras, por su parte, conllevan una enorme tristeza quijotesca, que aboca a una realidad tan cruda como el despertar de un sueño.
Sin embargo, con la misma libertad de un Rabelais y la misma inventiva de un Cervantes, creador del humor novelesco por excelencia, es decir, del humor como un punto de vista serio desde el que narrar hechos deliberadamente extravagantes, Sterne llega a proponer una nueva aparición de lo cómico. Lo hace insertándolo directamente en el entramado del texto: un humor que guarda estrecha relación con la naturaleza artificiosa del propio relato. Abundan aquí juegos, caprichos, excursos, digresiones y variantes en la composición de la novela (o suma de novelas, en realidad), y con ellos inicia Sterne una tradición literaria en la que hay que posicionar después a autores como Dickens, Carroll, Joyce, Queneau, Grass o Perec.

De Cervantes, Sterne aprende también a romper con los esquemas propios de la novela de su tiempo. A veces lo hace anticipándose a cierta literatura del absurdo. Desde luego, la narración del ‘Tristram Shandy’ no es en absoluto lógica ni lineal. Al contrario, está plagada de saltos, diálogos, capítulos de desigual tamaño sin criterio alguno en su estructura, episodios discursivos, frases interminables y frases interminadas, bromas, excesos, en definitiva, un mosaico de parcelas que, amalgamadas, dan una de las obras más libres de la literatura de todos los tiempos. Pero todo esto ya está en el ‘Quijote’ de manera implícita. Lo que hace Sterne es explicitarlo con machacona evidencia. Por eso el inglés fabrica un molde, más que un modelo (que es lo que fabrica el español). Un molde de creación destructiva, porque inventa la anti-novela, o la no-novela, cien años antes del ‘Bouvard y Pécuchet’ de Flaubert y doscientos del ‘Ulises’de Joyce.

La publicación del ‘Tristram Shandy’ en varias entregas tuvo un interés popular inmediato, pese a que sólo el lector medio podía gozar de las obscenidades y del humor grueso. No fue tenida como obra de valor literario hasta mucho después de muerto su autor. Tampoco pretende moralizar. Como el cervantino Diderot, Sterne busca la afirmación de la vida. Pero Sterne la transforma en parodia y la convierte en una explosión caótica de sentido sin límites precisos. También es verdad que hay momentos en que esa comicidad pretendida y artificiosa del narrador cae en largos párrafos de naturaleza sentimental, y el sentimiento, en Sterne, al contrario que en Cervantes, no está en la misma proporción que su ingenio.

Un aspecto innovador que vale la pena destacar del ‘Tristram Shandy’ es el temporal. Aquí Sterne subvierte todas las normas propias de una narración autobiográfica. El tiempo puede permitirse contar un año en dos líneas y demorarse, en cambio, varias páginas para relatar lo que los dos hermanos protagonistas tardan en bajar los peldaños de una escalera. El tiempo, dentro del relato, se desvanece, pierde sus medidas, se dilata. Es más, esta obra, en realidad, no tiene tiempo lineal en su interior; ya que puede estar contándonos una vida —a base de fragmentos caprichosos con un orden secuencial no menos caprichoso— o puede estar contándonos un “texto infinito”, cuyo final solo se producirá con la muerte de su autor, con el silencio. Un libro que no acaba, sino que se interrumpe. Un libro que no tiene más final que su lectura. El final es aleatorio, porque, como la Biblia, siempre habrá una “opinión” nueva que expresar y que añadir al resto de “opiniones”.

De Cervantes, asimismo, toma Sterne la noción de suma de relatos dentro de relatos, de digresiones dentro de otras digresiones mayores, de ironías dentro de ironías, en fin, compone una especie de “mueble con múltiples cajones y apartados secretos”. De este rasgo, no necesariamente moderno (ya lo hacían autores tan dispares en el tiempo y en el estilo como Apuleyo y Juan Ruiz, y también se encuentra en ‘Las mil y una noches’ o en el ‘Guzmán de Alfarache’), participa buena parte de la literatura contemporánea. Esta consciente complejidad estructural, unida al sentido del humor en todas sus gamas (sutil, hilarante, tosco, culto, implícito, explícito, obsceno, cruel, etcétera), son sin duda los aspectos que más emparentan a Sterne con Cervantes y garantizan aún la pervivencia de tan singular e irreductible novela, o lo que sea ese texto endiablado y genial. En resumen: creo haber demostrado hasta qué punto el brillante cómic de Rowson abre el apetito de leer el ‘Tristram Shandy’.

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados