Otra Galaxia › Listado de columnas La piel del tiempo

La piel del tiempo

Luis de Góngora

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

22 de mayo
            Cumpleaños. Qué mejor día que este para abolir el tiempo, esa corriente matemática que viene de muy lejos y va hacia lo inconcebible. Cumpleaños: la confirmación de ser una insignificancia dentro de otra insignificancia en un océano de milmillonésimas partículas efímeras en el Universo. Cumpleaños: la constatación de seguir estando aquí y de ser el borde vulnerable de algo que avanza inevitablemente. Cierto que la abolición del tiempo es la quimera por antonomasia, pues supondría detener la muerte y proyectar la existencia, caprichosa y feliz, hacia el pasado o el futuro a voluntad. Pero ya que es imposible, apetece jugar a pensar dónde nos llevaría nuestra contemporaneidad si la estirásemos, aunque fuera simbólicamente. Llegaría, por lo menos, hasta casi doscientos años antes. Produce un escalofrío recomponer esa cadena de contactos que nos lanza en la historia hacia el pasado, si nos figuramos que el puente entre unos y otros es el vínculo elástico de la piel. Nos interconectamos entonces con familiares antepasados que jamás nos imaginaron pero que, de algún modo, nos tocaron y nos rozaron. Y la cadena de piel sobre piel nos sumerge muy hondo en el mar del tiempo.

Por ejemplo, cuando yo nací, en 1958, mi abuelo Justino tenía 68 años. Había nacido en 1890. Su infancia transcurre, por tanto, en el siglo XIX, mientras Galdós, Zola o Tolstoi viven y escriben. Es hermoso pensar que las manos que cogieron mis manos al yo venir al mundo fueron cogidas, a su vez, por el abuelo de mi abuelo, es decir, mi tatarabuelo, de quien no sé absolutamente nada y que, cuando mi abuelo nació, tendría digamos que unos 70 años, por lo que deduzco que debió de haber nacido en torno a 1820.

Entonces me da por pensar, con una extraña sensación de vértigo, que mi piel ha estado en contacto, si acaso mínima y ligerísimamente, con la piel de un hombre que nació en 1820, quien, a su vez, fue tocado por quien sería su padre, un hombre que tal vez tuviera 25 o 30 años cuando mi tatarabuelo nació, o sea que debió de nacer ¡un día de finales del siglo XVIII! El padre de mi tatarabuelo, cuya mano agarró la mano que agarró la mano que agarró la mía, ¡probablemente conoció a Carlos IV, a Moratín, a Goya y a Godoy, pongo por caso! ¡Quién sabe si no llegó a conocer a Napoleón o al menos a saber de él ‘como contemporáneo’! La cadena retrospectiva de conexiones así creada lleva a imaginar emocionalmente a unas personas, nuestros familiares directos, que son responsables, en cierto modo, de nuestra propia existencia y que jamás podrían haber supuesto quién sería ese yo que los inventaría como recuerdos tanto tiempo después, siquiera bajo la forma de una sombra epidérmica.

24 de mayo
Por casualidad, he visto hoy el retrato de Luis de Góngora que pintó Velázquez. De pronto descubro en ese rostro anciano la misma cara de mi abuelo Justino, en quien he pensado estos días al imaginar la cadena de contactos epidérmicos que une una generación tras otra. El Góngora que retrata Velázquez en Madrid en 1622 es un Góngora mayor, con cara de hombre serio, aspecto cansado, adusto, introvertido. Es la misma nariz, la misma frente despejada, la misma mirada, incluso el mismo lunar destacado en la parte superior de la mejilla derecha. Si me detengo más, el parecido va creciendo por momentos. Hay un notable aire familiar. Pero también sé que es un aire imposible: solo les unen, a mi abuelo y a Góngora, los rasgos faciales de dos ancianos españoles con una vida llena de hechos y de dramas.

Velázquez retrata al gran poeta cordobés en Madrid, cinco años antes de morir en 1627. Era entonces capellán de Felipe III en la Corte, una corte pequeña y mezquina y algo de esa corrupción política del poder barroco se traduce en el rostro hastiado de Góngora. Mi abuelo tenía ese mismo hastío del franquismo y sus lacras, que tanto daño le hicieron pese a ser un observador del régimen. Como Góngora lo era de la Corte. El cordobés terminó sus días muy pobre y sin memoria. Mi abuelo no. Pero, paradójicamente, los dos eran de personalidad jocosa.

Dicen que Góngora era hablador, muy gustoso de relacionarse, nada misántropo, poco dado a la ortodoxia requerida por vestir hábitos, divertido, jugador y disfrutón de todo. De eso, mi abuelo fue un calco. Y sin embargo, al ver el retrato pintado por Velázquez, nadie juraría que ese hombre amaba la vida y causaba alegría. El retrato lo dice todo y, en cierto modo, no dice nada. Dice ‘otra cosa’. Aquel hombre, una vez retratado, ya no es Góngora, sino la mirada de Velázquez. Y sin embargo, para la Historia, ya Góngora será siempre el hombre de ese retrato en el que está atrapado.

Leí una vez que el único retrato que existe de René Descartes es uno que pintó Frans Hals en 1649, un año antes de la muerte del filósofo y científico. Es también la imagen de un hombre mayor, aunque no tan anciano como Góngora. Posee un gesto frío, alejado, indiferente, de fastidio o de sorpresa. Su abundante pelo castaño hace confusa su verdadera edad. Está posando, luego el gesto le es característico; se gusta en él. Lo que me asombra es que sea el único retrato en vida que existe suyo. Y me digo: “¡Es el único retrato que recoge el verdadero rostro de Descartes, luego no cabe duda de que es él!”. ¿Entonces Descartes es este? ¿Y era como aparece o, al igual que sucede con Góngora o con mi abuelo, era otro muy distinto? Es igual: Descartes para siempre será ese retrato mirado por Hals. No importa cómo fuera en realidad. El real no existe. El figurado perdura. Como escribió Wittgenstein, “nos seduce más una imagen equivocada”.

 

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados