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Vísceras familiares

Arissa-Atxaga

 

 

 

 

 

 

 

 

18 de junio
He empezado a hablar con mi hígado. Más bien fue un monólogo, porque mi hígado, en la pantalla de la ecografía, tan solo me devolvía una sonrisa irónica en la que leí un “Te esperaba” que podía interpretarse como un “Te atrapé”. Le pedí disculpas por tantos años de maltrato, del que no era consciente –fueron los malditos análisis de sangre los que lo desvelaron todo–, luego le pedí tiempo, reconocí su esfuerzo en esos mismos años a mi lado, le arranqué una promesa y traté de enamorarlo, aunque fue absurdo porque todo el mundo sabe que un hígado no tiene corazón (como bien comprobó Dylan Thomas, que murió de las dos cosas). Un hígado es un notario severo, un juez implacable, un asesino a sueldo, un verdugo, alguien que irrumpe en tu camino para acabar contigo. “No hago amigos”, me dijo. En el hospital, empecé a hablar de todo esto con mi hígado. No estuvo mal, para ser la primera vez. Ambos sabíamos que habrá más sesiones para la plática, en esa misma sala, quizá en presencia del mismo médico.

La conversación no fue improvisada, claro. Hacía ya un tiempo que me avisaron de que debía prepararme para este encuentro. Al llegar al hospital, en la sala de ecografías, me esperaba el doctor Varela. Es curiosa la relación que los pacientes de la Seguridad Social establecemos con los médicos. Del doctor Varela, con quien he venido a dar de manera fortuita, no sé absolutamente nada. Puede que el doctor Varela sea algo mayor que yo, o algo más joven; su pelo es canoso, en todo caso. Es tímido, habla muy poco, lo justo, y apenas mira a los ojos cuando estamos frente a frente. Me llama de usted como el primer día, y sin embargo es la quinta vez que nos vemos. De este hombre que ya es alguien fundamental en mi vida solo conozco su rostro y su apellido. No sé nada más de su historia, ni de su familia, ni de su sexo, ni de sus gustos o tendencias. No es un amigo, es solo el especialista que, cada seis meses, dictamina o pontifica sobre la dependencia mutua que mantenemos mi hígado y yo.

Echado sobre la camilla, con los brazos apoyados detrás de la cabeza, la única alteración sensorial que sentí fue el frío del gel conductor mientras el transductor, guiado por la mano de Varela, iba recorriendo toda la superficie de mi abdomen, deteniéndose con insistencia en la zona hepática. Las ondas sonoras de la ecografía generaban una “falsa imagen falsa”. Eso dijo Varela: “No es el hígado real, pero es ‘su’ hígado verdadero”. Como en el mito de la caverna de Platón, las ondas sonoras de alta frecuencia reproducían una equivalencia de mi hígado, pero solo en imagen, en idea. Allí, de pronto, sobre la pantalla en blanco y negro, surgió la copia de la imagen de mi propio hígado, tal cual es y tal cual está. No era mi hígado, y sin embargo imitaba su circunstancia con exactitud. Sin embargo, nos miramos a sabiendas, mi hígado y yo. Y me pregunté si mi hígado también se estaría haciendo una imagen falsa de mí, su portador, su amo, su carcasa. ¿Éramos los dos, hígado y yo, conscientes de que somos uno, unidos en un solo e interdependiente destino? “Compartimos una misma biografía, pero quién sabe si acabaremos juntos”, me respondió mi hígado.

Me reservé para otra ocasión tener que suplicarle; consideré que aún no había llegado el momento de rogarle algún tipo de piedad. Aunque me temo que cuando él quiera ser piadoso conmigo ya será demasiado tarde. Un hígado solo tiene piedad cuando ya es inservible. Pensé en ese instante en algunas personas con quienes su hígado no había tenido piedad. Pensé en Roberto Bolaño, el gran escritor chileno, quien a los cincuenta años no llegó a tiempo a la cita con un trasplante y entró de lleno en la gloria literaria. Pensé en Lou Reed, que sí llego a la cita, pero al final su trasplante no le funcionó. Pensé en Gabriel García Márquez, en Truman Capote, en Jorge Luis Borges, en John Coltrane, en Alec Guinness, todos ellos sentenciados inapelablemente por sus hígados. Me habría gustado saber qué clase de conversación tuvieron con ellos, si es que llegaron a verse las caras.

¿Qué se le dice a un hígado? No sé. Quizá unas palabras privadas como las que le dirigió en público Pablo Neruda, en su ‘Oda al hígado’. Lo llamó de muchas maneras: ‘invisible máquina’, ‘víscera submarina’, ‘escondida cámara de alquimista’, ‘bodega de los cambios sutiles’. Aunque mi preferida es la de ‘buzo de la más peligrosa profundidad del hombre’. Es cierto: siempre he supuesto que, al final, el hígado husmea por lo más hondo de nuestras vidas para advertirnos de que el límite está ampliamente sobrepasado.

En la sala de ecografías, cuando observaba las sombras blanquinegras de esa mancha movediza que el tímido Varela definió como ‘un espectro’ de mi propio hígado, recordé a Prometeo, el titán que engañó a Zeus para beneficio de los hombres, y me figuré que el transductor que emitía ultrasonidos, y cuyo manejo llevaba Varela presionando en mi costado, era el águila al que Zeus ordenó que picase cada día en el hígado de Prometeo para castigarlo. Entonces alcé la cabeza, miré a mi hígado en la pantalla y le dije: ‘Buzo’. Mi hígado asintió. No sé cómo lo hizo, pero asintió. Mi hígado había buceado en mi vida, había sacado del fondo de mi cuerpo mi historia, y ahora nos la mostraba a Varela y a mí. Era un detective privado convertido en un detective salvaje, como diría Bolaño.

 

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados