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EL CLIMA

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Lo del clima nos sobrepasa. No sabemos qué hacer. Pensamos que es fundamental para el futuro del planeta, pero nos desanima suponer que con usar unas bombillas diferentes o comer solo pavo lo lograremos. Incluso la política está más a nuestro alcance, pues podemos votar cada cuatro años y con el voto modificar ciertas leyes. Quizá sea el momento de pensar si no habrá élites a las que les interesa que creamos que el freno al cambio climático, que se está produciendo de manera inexorable, es demasiado gigantesco como para ser asumido desde la individualidad. Porque saben que, precisamente, su condición mega global es la que posibilitará ese freno. Es verdaderamente la primera acción colectiva mundial que puede hacerse desde el individuo. Y esto, las élites, lo saben.

Depende de muchas pequeñas conductas y de una persistente concienciación a base de presión social ante los políticos. ¿Ante qué políticos? Ante los malvados y absolutistas, cuando no directamente imbéciles, que rigen el presente. Porque es en el presente cuando deben empezar los cambios, antes de que la desviación sea irreversible. La concienciación ha de ser persistente, en efecto, pero millones de ciudadanos, con mentes sensibles a las mentiras, las ficciones y la inmediatez del pantallismo, no son capaces de reaccionar ante la palabra futuro, que, para la inmensa mayoría solo es algo que sucederá cuando ya no estemos. ¿Y qué pasa con nuestros hijos, nietos y seres humanos que nacerán en los años sucesivos? Francamente, como diría Trump, el político más nefasto desde Stalin, nos importa una mierda.

El 12 de diciembre de 2015 tuvo lugar en París la conferencia mundial sobre el clima, conocida como COP21. Los negacionistas trumpistas (republicanos en general) no dieron ninguna relevancia a esta conferencia, es más, Trump prohibió en 2017 usar en documentos públicos términos como “calentamiento global” y “cambio climático”. Pero en aquella conferencia, pese a sus ingenuos objetivos, sucedió algo importante, a saber: que, de alguna manera perentoria, “los países signatarios comprendieron que, si proseguían con las previsiones de sus planes de modernización respectivos, no existiría planeta compatible con sus esperanzas de desarrollo”.

Son palabras de Bruno Latour en el libro colectivo El gran retroceso, donde viene a decir que las élites económicas y políticas —causantes de desigualdad y de supremacismos regionales o, como él los llama, “el regreso al viejo terruño”— saben muy bien que no hay recursos para todos, si se continúa a este ritmo de devastación de la naturaleza y de consumo tecnológico. Lo saben y engañan, hasta el punto de no dar importancia al futuro, sino únicamente a “su presente”, el presente devastador y consumista de ellos, de las pertenecientes a las élites. Dicho de otro modo: “¡Qué importa lo que suceda con el clima cuando yo esté muerto! Solo me importa lo que me dé el máximo de bienestar a mí, aquí y ahora”.

Dice Martin Rees en su libro En el futuro, que “el cambio climático ejemplifica la tensión entre la ciencia, la sociedad y los políticos”. A la larga, cuando los jóvenes que ahora se manifiestan para detener el cambio climático lleguen a concienciar de manera urgente y ejecutiva, la política se transformará, atendiendo al conocimiento y al respeto a la naturaleza (que es lo que aporta la ciencia, su intérprete).

La realidad es así de cruda. Aumenta la población y aumentará más. La Tierra se calentará más y más rápido. Hoy por hoy, aspectos como el aumento irrefrenable de las emisiones de CO2, cuyos límites no solo no se detienen, sino que, cuando se decide hacerlo, son evidentemente insuficientes. La dependencia mundial del petróleo y de los combustibles fósiles. La deforestación salvaje. El consumo ilimitado de carne. La sacralización del coche. El efecto invernadero extendido por todas partes. La abusiva utilización del transporte aéreo. Los cruceros. La falsa identificación de conceptos como higiene, modernidad, asepsia, etcétera, con el plástico, cuando en realidad bien sabemos que los plásticos están infestando los mares. La extinción de especies animales y vegetales. Y, en fin, la explotación absoluta llevada a cabo por la especie depredadora y autodestructiva que es el ser humano, todo esto, en suma, lleva a la vida del planeta a una aceleración del deterioro de las condiciones vitales extremadamente dramática, dañina y, lo que es peor, irremediable.

Es innegable la subida de la temperatura de la Tierra. Se sabe que a finales del siglo, en un escenario fatal —no lejos de las previsiones que se auguran hoy en día—, la temperatura habrá subido entre 6º y 7º, con el consiguiente deshielo de los polos y glaciares. Todo parece catastrófico, pero lo cierto es que, si somos sinceros, lo es.

Bien advierte Martin Rees de que “el debate del clima se ha deteriorado debido a un exceso de confusión entre ciencia, política e intereses comerciales”. Las grandes corporaciones empresariales e industriales, en connivencia con la maldad o necedad de los políticos sin escrúpulos (o, incluso, de los políticos con escrúpulos pero con ninguna eficacia o maniobrabilidad) conducen, gracias a nuestra inconsciencia, a una falsa apariencia de vida mejor. Las industrias farmacéuticas, las petrolíferas, las automovilísticas, las de virtualidad comunicativa y las de la alimentación son los auténticos culpables del cambio climático. Es muy difícil que el individuo pueda nada contra ellas. Pero el único camino es la suma de individuos que deciden cambiar radicalmente sus hábitos de consumo. Solo así se hará algo. Así, y también votando mejor a políticos mejores.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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