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LA FRONTERA

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La frontera es una línea. Traspasarla puede abrir y puede cerrar muchas cosas, entre ellas la esperanza, la cultura, la riqueza, la igualdad. Hace tiempo que la UE decidió abolir las fronteras interiores, al menos entre una gran parte de los países comunitarios, favoreciendo la libre circulación y el intercambio de ciudadanos por esos países. Pero desde el inicio de la guerra de Siria, empezaron los temores ancestrales que sacuden a los pueblos: el miedo a los bárbaros. Y volvieron a crearse fronteras interiores, al menos de facto.

¿Los bárbaros? La palabra se asocia a crueles hordas de salvajes sin civilización. En realidad, eso es lo que, en el ideario fantasmático de todo pueblo, es lo que significa el extranjero, el foráneo, el otro: alguien que nos invadirá, nos asolará y nos eliminará. Pero yendo a la acepción clásica etimológica de bárbaro, los bárbaros son, sin matizaciones, “los que están fuera de la frontera”, es decir, aquellos que no tienen nuestra identidad, sino otra identidad, no necesariamente peor, ni inferior ni malvada. Son, sencillamente, diferentes.

Las fronteras, entonces, han vuelto. La ola de ultraderechismo reaccionario y retrógrado que recorre el mundo favorece las fronteras, ya que incluso se asocia a ellas, absurdamente, un vago concepto reminiscente de fortaleza, en el sentido de baluarte armado, disuasorio y temible. El símbolo de ese “no pasar” excluyente se materializó en el imaginario de las sociedades ricas y neoliberales con el muro de Trump entre EEUU y México (entelequia de odio y estupidez), pero toda frontera es un muro, y todos los muros advierten, delimitan y separan. ¿Qué separan? A un “nosotros” de un “vosotros”, ecuación en la que los primeros son inequívocamente buenos y los segundos sistemáticamente sospechosos. Esto es lo que significan y representan las fronteras. Sin embargo, las sociedades saben que las fronteras tienen también un factor de seguridad y de protección. Una frontera fuerte, con un control férreo, puede garantizar que no entre un enemigo particularmente dañino, bien sea un terrorista, bien sea una epidemia. Las fronteras ayudan a la supervivencia, pese al precio moral y político que a veces hay que pagar en materia de libertad y equidad.

Pero, ¿y el otro lado, el lado del bárbaro? Todos hemos sido bárbaros de otro pueblo, en alguna ocasión. Recuerdo muy vivamente la primera vez que crucé la frontera para ir a Francia con diez años. Recuerdo la mezcla de excitación y temor, de curiosidad y riesgo. Como era un niño, fabulaba en mi cabeza con el hecho de que un gesto extraño por mi parte despertaría sospechas en los conspicuos aduaneros de ambos lados: los españoles, porque no entendían que un español quisiera abandonar la España de Franco, los franceses porque veían a los españoles como africanos que iban a su territorio a aprovecharse. Pero, desde luego, nada pasó y desde entonces crucé esa frontera decenas de veces en mi vida.

Aun así, cruzar la frontera es un esfuerzo. Incluso el cruce más banal que se produce en un aeropuerto entraña incomodidades: colas, miradas frías del policía, temor a un malentendido, explicaciones excesivas, preguntas capciosas, registros, cacheos, cuando no cosas peores o más ingratas. No cabe duda de que el hecho físico de cruzar la frontera es algo, en sí mismo, inquietante. Para los “bárbaros” que vienen a Europa –y es inevitable citar a los refugiados políticos, los emigrantes de cualquier país, los desplazados económicos o políticos, los extranjeros sin papeles, los emigrantes legales con papeles, los estudiantes, los jóvenes sin empleo ni futuro, las mujeres explotadas sexualmente, las personas que llegan a Europa en busca de asilo y de esperanza, personas tenidas por “bárbaras” en el imaginario local–, para todos ellos, digo, el cruce de frontera es duro, costoso, sangrante, incluso trágico y mortal, y representa muchas veces el paso, real o simbólico, de la muerte a la vida, el tránsito de un lugar de donde irse a otro donde llegar. Esto no es nada fácil. Es el drama mundial del siglo XXI. Es la tragedia de los países que están fuera de las áreas ricas del mundo: la UE, los EEUU, Australia y Japón. Cruzar la frontera es parir. Y hay muchas muertes en esos partos, todavía.

Las fronteras han acabado creando una iconografía de no-lugar, de vigilancia y suspicacia, de vida precaria e incierta. Pienso en los trazados fronterizos entre Corea del Norte y Corea del Sur que vemos en la televisión. Pienso en el territorio entre México y EEUU, reflejado en la absorbente y desoladora ‘Trilogía de la frontera’, las tres novelas de Cormac McCarthy: ‘Todos los hermosos caballos’, ‘En la frontera’ y ‘Ciudades de la llanura’, novelas que hielan la sangre con historias de antihéroes y hablan de mestizaje, un concepto ajeno al ‘borderline’ Trump. Pienso en la frontera berlinesa, emblema de frontera y de espías por excelencia, puesta de relieve de nuevo en toda su crudeza en la película ‘Cold war’, de Pawel Pawlikowski. Y pienso, muy especialmente, en el cine de frontera absoluto que son películas como ‘El paso suspendido de la cigüeña’, ‘Paisaje en la niebla’ o ‘Eleni’, del gran y llorado director Theo Angelopoulos, un artista inmenso que hizo comprender el significado ambivalente y dramático de las fronteras.

Pero es otro griego universal, Constantino Cavafis, quien, en su poema “Esperando a los bárbaros”, nos explica lo que significa que no lleguen los bárbaros cuando, con lucidez, afirma: “Y ahora qué será de nosotros sin bárbaros: / estas personas eran una suerte de remedio”. Sí, en una Europa cuya natalidad decrece y la economía se ralentiza, los emigrantes, los bárbaros, los extranjeros, son nuestros sustitutos. Dejémoslos entrar, por nuestro bien.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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