Obra › RelatoLa ruta de Waterloo El turista sentado en un sillón (I)

El turista sentado
en un sillón (I)

Cuento perteneciente al libro
La ruta de Waterloo,
Ed. Menoscuarto 2008

He aquí a Bédmar sentado en el Salón Diecinueve del Hotel Metropole de Bruselas.

Espera a Lili, o Marguerite, o Louise, o Suzanne. Qué más da el nombre si se trata de una prostituta que ahora estará usando su ducha con una desagradable obscenidad.
Él ha bajado porque le parece un acto demasiado ridículo esperar al borde de la cama, vestido de pies a cabeza, gabardina incluida, mientras esa mujer de quien no conoce nada salvo el precio se asea morosamente.

Desde este mullido sillón de piel cuarteada, color intermedio entre el verde y el negro, rodeado de columnas y de palmeras de plástico que imitan un decorado de película, Bédmar podrá verla cruzar el vestíbulo y creerá que porque aún conserva algo de dignidad, podrá ignorarla con desprecio cuando ella alce su mano y lo salude.

¡Ah, la cobardía de los hombres mediocres, vulgares! Sí, él es de esa pasta de la que están hechos los que nunca son vistos, los que pasan desapercibidos, los que no despiertan una mirada curiosa en el simulacro de caos que es la recepción de un hotel.

No hay nadie más en el Salón Diecinueve. La camarera de la minúscula barra no se ha inmutado al verlo. Bédmar sólo es un turista sentado en un sillón, y ella no piensa dejar su refugio de botellas para acercarse a él y preguntarle si desea algo. Espera y se aburre. En realidad se aburren los dos. Eso percibe Bédmar cuando cruza distraídamente su mirada con la de la camarera, que a veces lo observa como si viera en él un trozo más del vacío Salón. Ni siquiera trastea entre los vasos, ordenándolos por tamaños, como otros camareros que él ha visto, ni rellena los desabastecidos cuencos con cacahuetes salados. No lee un periódico ni una revista barata. No mira más que al fondo del Salón, donde hay una puerta giratoria que desde hace horas permanece con sus aspas inmóviles.

Y sin pretenderlo, únicamente impulsado por su propia imagen que le devuelve el gran espejo que tiene delante, Bédmar se pone a pensar en Claramaría. Eso ha venido haciendo durante todo el viaje, cada vez que se le congelaba el tiempo, quieto en cualquier lugar tranquilo, como aquejado de una parálisis resignada. Pero pensar en Claramaría no es nada nuevo para Bédmar.

Ese nombre y el pensamiento que inspira significa remontarse a un origen de huidas, itinerarios, cambios de domicilio, billetes en agencias de viaje, fingimiento de turista, en fin, cientos de falsedades a lo largo de su vida.
Una cierta afirmación cree ver en los ojos de ese doble que ha surgido en el espejo, súbitamente convertido en un muchacho, y luego, otra vez, en él mismo, conocido y gastado Bédmar.

Ciertamente, pensar en Claramaría no es nada nuevo. Hace casi veinte años que ésa es su única obsesión; o peor aún, su sola razón de ser, igual que ese tubo milagroso que mantiene con las constantes vitales a un moribundo en la sala de los desahuciados de las clínicas. ¡Qué irónico! Vive por ese nexo que le ata a las cosas cotidianas, a las cosas que todos los demás mortales realizan sin la necesidad de una obsesión, tan sólo con las fuerzas del instinto y con el temor atávico a la muerte, es decir, la vida misma.

Ese nexo que a lo largo de estos años ha provocado todos sus cambios de domicilio, casas nuevas, inhóspitas, habitaciones que han terminado por ser irreales, como libros leídos y dejados, como los mundos que había en esos libros, en esas casas, en esos cuartos que se borran igual que las palabras en la mente.

Y no sólo las casas, también los despidos de los trabajos que le sería tedioso enumerar para sí, todas las visiones que, a su edad, empiezan a ser preocupantes, como ese adolescente que surge de pronto frente a él en los espejos de los armarios, allá en los hoteles y pensiones del mundo por los que ha vagado, y vaga aún, detrás de los caprichos de Claramaría.


 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados