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Adiós Hermano

Lejos de la ciudad, y lejos también de los años que pasé en el Colegio Lourdes, me llega la noticia de la muerte del Hermano Eduardo Montero, de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. De pronto, con su muerte, se agolpan los recuerdos de una época y de un mundo contradictorios -el mundo de mi infancia y de mi adolescencia en aquel Valladolid y aquel Colegio.

Pero de todo ese caudal de memoria acumulada y en parte, por propia decisión, dejada en el terreno del olvido, sobresale ahora la figura del Hermano Eduardo. Lo recuerdo ya mayor, sesentón, con el pelo cano muy corto, de baja estatura, siempre envuelto en su sotana negra con el babero bífido de plástico. Lo recuerdo como un sabio que amaba el latín y el griego, y la literatura en estas lenguas. Y lo recuerdo con veneración, porque el tiempo en que fui alumno suyo, allá por los años 72 a 75, aprendí cosas imborrables y decisivas para mi vida. Si soy sincero -y esto tal vez no guste a muchos-, de los diez años que pasé en el Colegio Lourdes, institución reputada en la ciudad, agridulce para mí por razones que no vienen al caso, sólo ejercieron un decisivo papel en mi formación ulterior las clases recibidas con aquel Hermano que iniciaba sus sesiones, invariablemente, con un comentario de Séneca o de Ovidio (cuando lo habitual, en otros frailes más ralos y tal vez voluntariosos, era comenzar con una oración).

Gracias al Hermano Eduardo, cuyo mote era "El Rata" -como todos tenían, algunos relativamente graciosos y otros crueles: el "H2O" que decían al Hermano Segundo, el "Vultus", el "Beato", el "Canillas"-, llegó a apasionarme el latín y el griego, llegó a entusiasmarme el aprendizaje de la etimología, la estructura del lenguaje, la sabiduría de los clásicos. Y recuerdo sus clases de historia del Arte, en las que transmitía una sensibilidad acusada por la belleza de las formas.

Su fama de hombre severo, riguroso, le daba una aureola de profesor difícil, que no permitía banalidades con sus asignaturas. Sin embargo, la práctica era muy distinta: aquellos alumnos que no mostraban interés por sus clases, se convertían para él en un magma nebuloso e informe sin importancia.

También recuerdo que era profundamente religioso, aunque discreto. Tengo muy presente su manera de cruzar las manos cuando venía de comulgar. Había un halo espiritual intenso, que luego me llamaba la atención por su tendencia al aislamiento, como si se perdiera en los jardines del Colegio pensando en quién sabe qué enigmáticas ideas sobre lo divino y lo humano.

Ahora, enterado de su muerte, todas estas cosas han vuelto a mí con el respeto que siempre me mereció su persona, trayéndome la gratitud de haberlo tenido de maestro en cosas que él tal vez no pretendiera, pero que dejaron un hondo calado en bastantes de sus alumnos. Sin duda de él aprendimos algo acerca del sentido común en la vida, pero sobre todo de esas zonas de la vida que son poco útiles, como el arte, el lenguaje, el espíritu. Siendo una persona cuya religiosidad me pareció intensa y rica, ha sido de las que con mayor sensatez e ironía -su sentido del humor era muy fino, provocador de sonrisas. Ya decía él que la risa excesiva estaba reñida con la inteligencia- ha creado en quienes lo estimábamos un alto sentido de lo laico, de lo civil. Algunos no lo olvidaremos.


 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados