Obra › RelatoLa ruta de Waterloo El turista sentado en un sillón (II)

El turista sentado
en un sillón (II)

Cuento perteneciente al libro
La ruta de Waterloo,
Ed. Menoscuarto 2008

Y es irónico porque Bédmar persigue a Claramaría para matarla. Así como suena: matarla. Y no lo ha dudado ni un instante desde que aquella muchacha entró a servir en la casa familiar y él era un joven de dieciséis años sumido exclusivamente en el obcecado afán generacional por practicar el esgrima con destreza.

Es imborrable la sensación animal, violenta, que experimentó al ver a Claramaría mientras limpiaba su dormitorio. Llegaba de la Academia y venía con los floretes enfundados y la máscara en un estuche de tela escocesa. Silencioso, se detuvo en el umbral de su cuarto y vio a la joven de espaldas, con la falda de su uniforme negro entreabierta por la parte posterior, mirando abstraída una foto suya en la que él aparecía muy sonriente, con un brazo rodeando el cuello de su maestro, un coronel de Caballería amigo de su padre.

Luego llegó de pronto la voz de su madre presentándole a la nueva criada y el rostro de Claramaría, muy sereno, muy bello, se volvió hacia él y desató en Bédmar, para siempre, la quemadura frenética de una pasión irresistible.

No lo pudo soportar y, sin abrir la boca, le estrechó la mano, cálida y algodonada, para marcharse seguidamente a la calle con precipitación. ¿En aquel mismo instante decidió su muerte? Seguramente sí, pero Bédmar no lo supo hasta mucho después. En ese momento sólo tenía la certeza de que su vida había hallado la condena esperada, el destino real de su existencia.

La decisión consciente de librarse de ella vino más tarde, cuando Claramaría empezó a desaparecer por las noches con un hombre que siempre fue una sombra en el portal, donde se oían jadeos. Luego, cuando subía a casa, Claramaría se reía del joven Bédmar por su aspecto desgarbado y su fealdad. Pero otras veces le pasaba la mano por el pecho, bajo el pijama, incitándolo a cruzar una peligrosa y excitante frontera, jugueteando con inocencia culpable en los momentos más insospechados. Y de pronto Claramaría se fue definitivamente la Navidad en que el padre de Bédmar agonizaba de una trombosis.

Es domingo en Bruselas, un domingo aburrido y despoblado en una ciudad vacía e incolora. El día, que ya se está acabando, ha sido tristemente soleado, con una luz viva y hueca que doraba todos los rincones del Salón, reavivaba los relieves de las paredes, en los que se representan escenas de avenidas parisinas del siglo pasado, con esas chisteras y esos cabriolés y las pamelas de las damas y el barnizado brillo del falso pavimento de adoquines. Ahora la luz de la tarde es más ahogada. Bédmar se deprime.

Aquel año en que estuvo en casa, Claramaría dejó de ser una niña, adquirió paulatinamente la belleza absoluta de una mujer de dieciocho años, arrebatadora y cruel. Se burlaba del mundo todavía infantil que rodeaba a Bédmar, arrastrándolo después a un aprendizaje malévolo, cuando se subía la falda hasta medio muslo para decirle: "Toca si quieres. Otros lo hacen. ¿Verdad que te gusto?". O únicamente se paseaba por delante de él, en la cocina, sujetándose el pecho para realzarlo como si estuviera ella sola en su pequeño cuarto del servicio.

En Bédmar fue naciendo una insatisfacción aguda que no podría controlar con el tiempo. La amaba, la deseaba, pero la distancia entre ellos era el abismo más atroz, porque se entrecruzaba frecuentemente un filo de odio gélido que sajaba su pasión como si la decapitara.

Quién poseería a aquella incontenible criatura, qué secretos la rodeaban, qué claves conocía ella para que, al mirarlo, se riese con lástima de él, aún ignorante del aroma de la vida y de sus bajezas, por qué luego dejaba de reír en una mimosa tregua de lasciva seriedad incitante, con roces calculados en el pasillo oscuro, con llamadas ambiguas para contemplarla mientras se desnudaba o para pedirle que repasara con sus manos las medias, ya puestas sobre sus piernas, en busca de alguna carrera en aquel tejido deslizante que las fantasías de Bédmar encontraban turbador.


 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados