Danubio.- Era famoso un vals de Strauss para ricos que lleva el nombre de este gran río azul hasta que llegó el libro llamado ‘El Danubio’, de Claudio Magris. Quien quiera saber de Europa de verdad ha de empezar por él. Luego, que suene en Navidad el vals para ricos, como dan en la tele.
Decadencia.- Dícese de la suma de síntomas concretos que los imperios tienen cuando los bárbaros llaman a las puertas de su sociedad opulenta. Cavafis y Buzzati, a su manera, ya escribieron sobre esto. Tales síntomas suelen ser: artificiosidad desmedida, irresponsabilidad hacia el porvenir, miedo histérico exacerbado por la sospecha, pesimismo bajo capa de hedonismo e infantilización inconsciente de la madurez. Todo esto era muy evidente en la decadencia del imperio romano, como bien supo explicar Edward Gibbon, el maestro de Borges, hace doscientos años. Borges, por su parte, supo sacarle punta en su obra a todos esos atributos de la decadencia, dándoles la vuelta como a un calcetín metafísico. Si se leen los libros de Borges desde la perspectiva de ser un acicate contra lo superfluo banalizado, adquieren una dimensión inesperada. Quizá fuera debido al calvinista puritano –pero pervertible– que llevaba dentro.
Defensa.- Cuando llega la pasión, que es como decir cuando ataca la pasión, Descartes dice que es preferible defenderse que huir. Creo que ha de ser al revés: en la pasión, es mejor huir, porque si no huyes terminarás destruido, ya que no hay defensa posible. La pasión se caracteriza por ser incontenible y arrasadora. Salvo que tu defensa tenga la apariencia de una huida.
Destino.- Bien se dice en el ‘Quijote’ que “cada uno es artífice de su ventura”, por tanto, ¿dónde está escrito que deba yo llevarle la contraria a Cervantes?
Diablo.- Ambrose Bierce lo definió como “el propietario de todo lo bueno que existe en el mundo”. Exageraba. O quizá no. En todo caso, lo recomendable es huir de los diablillos. Dan quebraderos de cabeza y lo dejan todo perdido, hasta la eternidad (de lo cual ya advierten todas las versiones de ‘Fausto’ que existen, incluidas las cinematográficas).
Diccionario.- Flaubert inventó un diccionario descreído e irónico, divertido sin la menor compasión, con el que trataba de evidenciar la necedad de los tópicos. Por ejemplo, en él se puede leer esta definición: “Chino: Es chino todo lo que no se entiende”. O esta otra: “Corán: Libro de Mahoma, donde solo se habla de mujeres”. O esta: “Hipótesis: A menudo peligrosa, siempre audaz”.
Dios.- Un mal asunto que siempre acaba poniendo a la libertad del individuo contra las cuerdas. Entelequia ilógica que mucha gente, mediante el lucrativo invento de las religiones, se empeña en tragar como una verdad lógica. En este punto, el pensamiento desaparece de los hombres y da paso a unos seres lamentablemente crédulos.
Divorcio.- Como decía Bernard Shaw, los divorcios son buenos para la institución familiar porque multiplican los hogares.
Dostoievski.- No es leído ya como antes, pero hace un siglo su nombre era sinónimo de transcendencia. Hubo un tiempo en que se le invocaba como una cima de la literatura y se asociaban sus obras a una conciencia tormentosa pero justa. Una literatura profunda, se decía antes, cuando yo era niño. Hoy, más que leído es recordado. El siempre sorprendente J. M. Coetzee lo humanizó cuando escribió ‘El maestro de Petersburgo’. Es una novela que ficciona un episodio de la vida torturada de Dostoievski y nos remite a la atmósfera densa y enigmática de las obras del gran ruso. Lo que hace Coetzee con Dostoievski es lo que hace Francis Bacon con Velázquez: retorcer, exprimir, expoliar, subvertir. El personaje es Dostoievski, sí, pero podría no serlo, tan solo se le llama Fiodor Mijailovich. En realidad, carece de importancia. Lo que importa es que Coetzee, el último dostoievskiano convencido, nos dio una novela asombrosa y sin trampas.
Duelo.- Combate de dos. Si no se busca la destrucción inmediata del rival, si se le deja con vida, los duelos pueden prolongarse hasta la obsesión y la amargura. No se trata ya de venganza, sino de relación, de intercambio, de emoción recíproca, porque los duelos prolongados son un motor vital: el de quien concibe la vida no con alguien, sino contra alguien. Sucede muchas veces, más de las que imaginamos. Todo duelo, si no termina con la muerte, ha de terminar con el perdón, que es el olvido. Pero esto no ocurre, el perdón no cotiza en la bolsa de la vida. Sobre duelos algo sabía Joseph Conrad, quien, al parecer, tuvo un duelo en Ginebra con resultado de muerte de su adversario. No era intención de Conrad que aquello acabara así y no lo superó nunca; siempre estuvo luchando en su interior contra ese duelo. Por eso escribió ‘Los duelistas’, una novela corta donde se narra un desafío entre dos oficiales franceses de la época napoleónica que mantienen una contienda particular y mutua a lo largo de muchos años y de muchos escenarios, siempre luchando sin matarse. Aunque el mayor duelo que inventó Conrad fue el de Lord Jim, el más grande luchador interior contra sí mismo que ha existido.
Dylan.- Hay dos grandes Dylan: Dylan Thomas y Bob Dylan, quien se llama así porque tomó del primero su nombre. De Dylan Thomas son asombrosos sus cuentos, menos conocidos que su deslumbrante poesía pero igual de extraordinarios que esta. De Bob Dylan, sus canciones son, bien mirado, más relatos que poemas, fragmentos narrativos que diseccionan el alma del siglo XX, cuya banda sonora sale precisamente de él, del juglar universal de voz inconfundible. El primero se lo bebió todo hasta morir demasiado pronto (murió de un coma etílico), el segundo es Premio Nobel demasiado tarde.
>> Publicado en El Norte de Castilla
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