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La conferencia del 7 de diciembre de 1921

 El 17 de noviembre de 1919 la norteamericana Sylvia Beach abrió en París la librería Shakespeare & Company en la rue Dupuytren y muy poco después se trasladó a su sede definitiva en el 12, rue de l’Odéon, a la vuelta de la esquina. Seguía así los pasos de su amiga íntima Adrienne Monnier, quien en 1915 había abierto en el número 7 de la misma calle La Maison des Amis des Livres, una librería de préstamo. Desde que se inauguró, La Maison des Amis des Livres se había convertido en toda una referencia literaria de la modernidad de su tiempo.
Ocho meses después, el 11 de julio de 1920, en una cena en casa del poeta André Spire a la que acudió con su amiga Adrienne, que trataba de introducirla en los ambientes literarios, Sylvia Beach conoció al escritor irlandés, ya renombrado entonces en ciertos círculos, James Joyce. Hay una maravillosa foto de la Beach con Joyce tomada pocos años más tarde. En ella, ambos están de pie. James, alto, delgado, con bastón y sombrero, mira hacia la cámara, cegatoso tras sus lentes imperceptibles y relajado. Sylvia, delgada, menuda, con su indomable pelo rizado rubio, lo observa a él con una mirada mitad admirativa y mitad interrogante. Revelan en esa foto lo que siempre fueron el uno para el otro, amigos confiados. Pero eso será más adelante. Ahora, en la cena en casa de Spire, sencillamente ella hará su entrada en el mundo de las obras de ese irlandés, un tipo poco hablador, pero con un extraño don bromístico natural y un halo de torpe ternura. Sylvia Beach, a partir de entonces, se convirtió en una lectora apasionada de Retrato del artista adolescente y Dublineses. Y también de una obra que estaba en marcha y de la que en seguida él mismo le pasó algunos capítulos. En cuanto leyó esos capítulos inéditos, Sylvia vio en ellos la marca de un genio.
Joyce llevaba poco tiempo en París. Venía de Trieste, donde había sido profesor de inglés, había pasado la guerra en Zúrich, como en una isla, y luego, tras una segunda estancia en Trieste, había recalado en París, ciudad en la que ya había estudiado de joven. Trataba de vivir dedicado exclusivamente a la escritura final de su obra magna, Ulises, que pensaba terminar en París contra viento y marea, es decir, pese a no contar con apenas ingresos. Los problemas de Joyce (y su familia) eran principalmente económicos, por no citar aquí los familiares, marcados especialmente por la situación psíquica de su hija Lucía. Lo apoyaban en esa época un grupo nutrido de amigos y de admiradores, como la traductora Ludmila Savitzky y el poeta Ezra Pound. Joyce era famoso en ciertos ámbitos anglosajones, pero en Francia, en cambio, centro literario mundial de primer orden, aún era un desconocido.
Y en Francia, en la primera mitad del siglo XX, una de las personas claves como referencia de vanguardia (además de poseer una fortuna personal, en tanto que heredero de los manantiales de las aguas de Vichy) era el gran escritor y literato Valery Larbaud, amigo entusiasta de las dos libreras, Monnier y Beach, y animador acérrimo de sus proyectos. Larbaud, por otra parte, tenía el valor añadido de ser un experto absoluto en literatura anglosajona. Y era amigo de Spire. ¿Qué mejor puerta para entrar en la inteligentsia francesa?
Valery Larbaud fue siempre un escritor generoso con los libros ajenos, un gran lector y un extraordinario escritor, autor de unas obras importantes e influyentes. En aquellos años ya tenían un claro reconocimiento Fermina Marquez y sobre todo la Obra completa de A. O. Barnabooth. De Larbaud dice Richard Ellman, el biógrafo de Joyce, que “era un hombre de gran sutileza y refinamiento y poseía una atractiva sencillez y franqueza”. Desde el principio, “apadrinó” el proyecto librero y divulgativo de Sylvia Beach.
Fue en la fiesta de Nochebuena de 1920 cuando Sylvia Beach y Adrienne Monnier, que adoraban a Larbaud, tanto por su persona como por su obra, hicieron las presentaciones entre su viejo amigo Valery y su nuevo amigo James. Hubo una inmediata sintonía entre los dos escritores nada más conocerse. Ambos eran, prácticamente, de la misma edad (Joyce había nacido en 1882, Larbaud en 1881). Sin embargo, su cordialidad nunca fue demasiado expansiva, a tenor de las confesiones de los demás. El propio Larbaud, al evocar el momento en que vio por primera vez al irlandés, dirá que “Joyce es un hombre que no habla… un tipo hecho de palo”. Y en sus memorias, Sylvia Beach comentará con afecto que tuvieron una larga amistad, cariñosa incluso, pero había que reconocer, según ella, que tenían ante los demás un trato común más bien cortante, lejos de la fluidez de una cálida amistad. Sin embargo, añade, el respeto literario era recíproco y muy alta su mutua estima.

 

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A primeros de febrero de 1921, Larbaud enfermó de gripe. Vivía solo, con una asistenta. Llevaba una vida de soltero, con un permanente aire juvenil y de dandy, que compatibilizaba con su voluntad férrea para trabajar con ahínco en sus libros y en sus diarios, así como en traducciones y en lecturas. Dadivoso por naturaleza, apreciaba mucho el valor literario de los demás y mantenía varias y nutridas correspondencias. También era muy viajero, sobre todo por España e Italia, sus dos pasiones junto con Gran Bretaña. Seguramente era maniático, como todo coleccionista. Su mayor hándicap era que desde niño fue una persona frágil de salud, lo que le hacía guardar cama ante los primeros síntomas gripales por temor a fatídicas complicaciones pulmonares. En aquella época, la gripe era una enfermedad bastante seria.
Como tenía que guardar cama, Silvia Beach le hizo llegar algunos ejemplares de The Little Review, en concreto los número de la revista en que se publicaron los trece primeros episodios de Ulises. No obstante, Joyce cuenta que fue él mismo quien le pasó los ejemplares de la revista. Incluso dice que, cuando le agradeció los cumplidos que Larbaud, una vez leídos, le dirigió por medio de unas cartas a Sylvia Beach, Joyce le rogó “que le devolviera los números de la Little Review”. Probablemente fueron ciertas las dos situaciones: Beach estaba dispuesta a llevárselos a Larbaud, pero tal vez Joyce, informado por ella de lo que iba a hacer, se ofreció a acercárselos personalmente a su casa.

 

El caso fue que se produjo el hechizo de la obra de Joyce en Larbaud. Este empezó a leer la parte de Ulises que le envió Beach (por vía mediante del mismo Joyce, tal vez). “Estoy leyendo Ulises. De hecho no puedo leer nada más ni puedo pensar en nada más. Es exactamente lo que me hacía falta. Me gusta mucho más que el Retrato….” Así le dijo en una carta a Sylvia Beach. Una semana después, el 22 de febrero, escribió otra carta en inglés: “Dear Sylvia, I am raving mad over Ulysses”… “Querida Sylvia, estoy absolutamente loco por Ulises. Desde que a los 18 años leí a Whitman, ningún otro libro me ha inspirado semejante entusiasmo”. Redactó la carta, al parecer, cuando estaba leyendo el “manuscrito mecanografiado del Episodio XIV”.
Pero en Estados Unidos había estallado una tormenta inesperada, aunque previsible: el puritanismo, que desde siempre acechaba a Joyce, se materializó en una demanda contra las directoras de The Little Review, Margaret Anderson y Jane Heap. Desde que decidieron publicar los capítulos de esta obra, estas dos emprendedoras mujeres se habían visto sacudidas por el escándalo, tachando su publicación de obscena desde medios y asociaciones moralistas que se caracterizaban por una política reaccionaria. Aun así, las dos directoras habían seguido publicando parcialmente la obra hasta que un tribunal estadounidense se lo prohibió. En ese momento, se vieron obligadas a desistir de ser las editoras de Ulises. Otro de sus apoyos financieros fue Harriet Weaver, directora en Londres de The Egoist, pero se vio en la misma tesitura que las anteriores. Por tanto, en 1921 Joyce vio truncado el futuro de la publicación de su obra. No obstante, unas valientes y decididas Sylvia Beach y Adrienne Monnier salieron en su ayuda, creando una suscripción para abonar con antelación el libro. Decidieron de ese modo convertirse en editoras solo para poder publicar Ulises.
Entonces, con sincero entusiasmo, Larbaud se convirtió en el mayor y más encendido publicista de Joyce. Por aquel entonces, Joyce le escribió a su amigo Frank Budgen al respecto del entusiasmo de la lectura de su Ulises que había hecho el francés. Le dijo que Larbaud había declarado que era “la obra más amplia y más humana escrita en Europa desde Rabelais”. Le contó también que Larbaud decía que él era “tan grande como Rabelais” y que “Bloom es tan inmortal como Falstaff”. Joyce no se lo decía a Budgen con sorna, todo lo contrario, lo decía con el convencimiento de quien se sabía reconocido por fin.
Larbaud se ofreció a traducir algunas partes del libro. Se empeñó en escribir un artículo sobre él en la prestigiosa La Nouvelle Revue Fraçaise, la revista que era el escaparate y puerta para la mejor literatura del momento y que dirigía por aquel entonces el muy cristiano Jacques Rivière (Rivière siempre será reticente a publicar extractos de la obra de Joyce, tal vez influenciado por su amigo Paul Claudel, que echaba pestes de la obra del irlandés). Ante la autoridad y la vehemencia de Larbaud, Rivière se comprometió tímidamente a dar cabida al artículo que él le enviara, dado su gran ascendente en la N.R.F. Larbaud concibió la idea de ese artículo en la primavera de 1921. Entonces se le ocurrió algo más: propuso convertir ese artículo en una conferencia que daría en la librería de Adrienne Monnier. Eso supondría el pistoletazo de salida en Francia que Joyce tanto necesitaba. Tanto Monnier como Beach acogieron la idea como brillante y se pusieron manos a la obra.
Calcularon que sería muy útil que la conferencia sirviera de presentación de Ulises, ya que esperaban que estuviera publicado completo para entonces. Antes, obviamente, Joyce tendría que acabar el libro. Su plan era acabarlo en esa misma primavera de 1921. Pero no fue así. Una vez más, se demoró. No obstante, las dos libreras siguieron adelante con la idea de Larbaud: la conferencia tendría lugar en cuanto él la escribiera.

 


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