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Cómo volver a creer en la política (I)

Los que amamos la política porque creemos en la fuerza constructiva de lo público lamentamos el lodazal en que la política ha caído, derribada por quienes deberían practicarla con honorabilidad. Tramas de corrupción, financiación ilícita de partidos y enriquecimientos subrepticios se añaden a otras infamias, como son los miopes y enfrentistas patrioterismos, la incompetente gestión económica, descaradamente codiciosa e injusta; la decapitación de cualquier futuro en materia de ciencia, educación, sanidad y cultura, la creciente desigualdad social, etcétera. Este mapa de irresponsabilidades pinta nuestro actual paraíso político. La última muestra de evaluación ciudadana de instituciones, entidades y grupos sociales (ver EL PAÍS del 25 de agosto de 2013) situaba a los políticos en el último puesto de aprobación, con un ínfimo 6%.

Pero es peligroso abjurar de la política en general o de simplificarla como una praxis de incompetentes estafadores. Lejos de eso, hay que volver a creer en la política como una cualidad edificante. Quizá hoy en día ya no sea posible dar nuestra confianza a los políticos tal como se organizan en los partidos, ni a la elocuencia de cliché que utilizan en su discurso. Por desgracia, la mayoría de ellos se ha empeñado en dar una imagen nefasta de sí mismos, y en esto, gracias a Twitter, se han refinado hasta el patetismo. La ciudadanía, no sin indignación ni descreimiento, los ve encastillados en sus pequeñas parcelas ideológicas y en su legitimidad cuestionada por la realidad, de la que parecen haberse distanciado, error carísimo para todo político.

¿Hay entre ellos alguien consciente de que el reto que les toca afrontar como políticos, más temprano que tarde, es estructurar un nuevo modo de representatividad convincente, eficaz y real? Tardarán en hacerlo, porque esa regeneración ha de partir de los propios políticos que han enturbiado su función. Demasiadas cosas inmediatas se lo impiden: corrupción generalizada, crisis, desconcierto interno, deslegitimación moral, etcétera. Son situaciones que frustran enormemente a la ciudadanía y alimentan el desprecio hacia los políticos en su conjunto, perjudicando a los honrados y honestos, que sin duda los hay, aunque demasiado silentes o engrosando segundas filas.

La actividad política no es el feo trajín autodefensivo y hostil que esgrimen derechas e izquierdas. La política —y su praxis— es una actividad altruista, generosa y servicial orientada a gestionar, por encima de todo, la verdad, tal cual es, sin manipulaciones, desviaciones u ocultamientos. La política como el arbitrio de lo mejor, o al menos de lo posible, para evitar lo malo y sobre todo lo peor.

Reivindiquemos de nuevo la política como servicio a la colectividad, consecución de objetivos de alcance general y ejercicio de una gobernanza para el bien común. En esto, el principio de equidad ha de guiar la acción política. Pero no retóricamente, sino con evidencias concretas, con hechos.

Dicen muchos políticos que no están en política para enriquecerse. Y dicen bien, en absoluto deberían estar para eso. Pero esa es su mayor debilidad. El problema que ha estallado es que la sociedad no tolera ya que los políticos se aprovechen sin escrúpulos de determinados privilegios, confiados por el pueblo como clase dirigente, para desarrollar una codicia inusitada, laberíntica y delictiva.

La política ha de volver a ser un ideal que entrañe el esfuerzo por renovar e innovar en la sociedad. Porque toda sociedad a la que sirven los políticos necesita de cambios y mejoras de manera constante, urgente casi siempre. Para ello, la política ha de hallar el modo de partir de cero, de empezar preguntando a la ciudadanía las prioridades desde las que construir esas mejoras. Crear muchos más cauces para conocer las necesidades de las minorías y los problemas de las distintas capas sociales.

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados