Genealogías.- Margo Glantz, gran dama de la literatura mexicana, escribió Las genealogías como una memoria narrada en la intimidad que se convierte en una crónica de Europa y México como fusión de personas y culturas. Leo todo lo que cae en mis manos de esta maravillosa y sabia escritora cuya vitalidad contagia y enseña. Leer es pertenecer a su genealogía, una estirpe milenaria del conocimiento como placer.
Gloria.- Antes creíamos que la gloria existía y el escritor la buscaba. Por fortuna, hace mucho tiempo ya que se sabe que la única gloria a la que el escritor aspira es la de vivir decentemente y poder colocar sus propios libros en su biblioteca sin que los demás escritores que viven en ella se avergüencen demasiado. A veces, hay quien confunde la gloria inmaterial con el presente crematístico. Ambos extremos no existen. Por lo que a mí respecta, de glorias, solo reconozco a Gloria Swanson.
Goldberg (Variaciones).- Cuando escucho a Bach pienso en Glenn Gould, y eso me lleva siempre a El malogrado, de Thomas Bernhard, la novela sobre Glenn Gould y su sombra, por así decir, ese Wertheimer que representa al artista fracasado, sin demasiado talento, lejos de la llama de la genialidad y, por tanto, lejos de la excelencia que se exige a sí mismo. Wertheimer, “el malogrado” del título, es un personaje de ficción, pero es absolutamente real (como lo es el narrador de esta insuperable novela, de algún modo el propio Bernhard). En cambio, Glenn Gould, el joven y bello genio canadiense que murió tan pronto y que tocó las Variaciones Goldberg de Bach con el mismo pulso ligero y clarividente con que las concibió su autor, quizá fuese un ser demasiado etéreo para ser real. Pero El malogrado va más allá y simboliza, en la dicotomía entre Gould y Wertheimer, el suicidio de Europa en el siglo XX. Aunque, en realidad, Europa y suicidio son palabras equivalentes desde la noche de los tiempos. La malograda Europa.
Gramática.- De Juan García Hortelano todo es bueno, pero todo es excéntrico. Sus incisivos artículos, ácidos y cultos, eran esporádicos. Sus novelas, fluidas, distintas, realistas y corales, fueron pocas. Fue un escritor extraño e inteligente, que escribió novelas basadas en largas ristras de diálogos, como si la acción o el contexto no importaran. Bueno, en realidad no importan. Ahí están sus reconocidas Tormenta de verano, El gran momento de Mary Tribune o Nuevas amistades. Sin embargo, tengo debilidad por su divertidísima Gramática parda, que no siempre fue bien valorada. Innovadora y simbólica, es una parodia de “educación sentimental” anárquica y feliz. Para mí es un canto a la vida. Tiene ese regusto exultante de ciertas novelas de Italo Calvino. Su nombre crece cada vez más en nuestra literatura.
Gratitud.- A cierta altura de la vida hay que recordar a quien nos enseñó a leer. Quienquiera que fuera esa persona, es de justicia agradecérselo. Y también al primero o a la primera que puso un libro en nuestras manos. Generalmente, cuando queremos hacerlo, ha pasado mucho tiempo y esa persona ya no vive. Entonces sentimos una punzada melancólica por haber dejado sin pronunciar las palabras de gratitud hacia quien con generosidad nos dio la herramienta para poder entrar de verdad en el mundo. ¡Le daríamos con tanto calor las gracias por su dedicación para enseñarnos! Queda raro darle las gracias a un libro, pero a veces se las doy pensando en quien me enseñó a leerlo.
Gravedad.- Si es solemne, mejor huir de ella. Si es inevitable, aligerarla. Sendos casos de gravedad debidamente aligerada son las novelas de Jeffrey Eugenides Middlesex y La trama nupcial. Tienen la elocuencia de lo importante.
Grueso.- Algo grueso es algo muy simple; alguien grueso es alguien muy gordo. El grosor puede ser impenetrable, pero puede dar calor, como a las focas. El grosor también aísla, para proteger o para encarcelar, como los muros. Se dice que un libro es grueso para evitar leerlo, pero tal vez la mente del lector, en este caso, sea gruesa, de puro simple. Desistir de un libro por el número de sus páginas es argumento de mal lector; aprobar los breves por breves, de estúpido. La extensión en una novela puede ser interesante, como nadar en mar abierto y no en una piscina colapsada por artríticos disciplinados. Proust, Joyce, Broch, Faulkner, Nabokov son extensos y densos, puro mar abierto. Mar gruesa, se dice.
Guerra.- No pensamos en ellas, pero están ahí. Como realidad en algunas zonas, como amenaza en otras. Mal acostumbrados como estamos en nuestra sociedad, no pensamos que lo normal es que haya guerras, ni recordamos que nunca ha habido periodos de más de dos o tres generaciones sin una guerra. Está demostrado que somos una especie del universo tan autodestructiva como obtusa, al parecer. Algunos libros nos lo recuerdan. Descarnadamente, Tempestades de acero, de Jünger; irónicamente, Matadero cinco, de Vonnegut; atormentadamente, El doctor Zhivago, de Pasternak; amargamente, Incierta gloria de Joan Sales. Caben muchas más. La lista es larga, el escenario el mismo, los matices numerosos. Las guerras son el monstruo que duerme en el cuarto de los juegos de los nacionalistas.
Gusto.- Hacerse uno propio, esa es la clave. Lleva toda una vida y no siempre es transferible. En realidad, en materia de libros, el gusto que uno se elabora con los años es especialmente privado. No decírselo a nadie, por tanto. Que sea un secreto. Aunque no suele ser el mismo para todos, claro está, solo se le debe pedir que sea un gusto refinado, formado, con criterio y libertad. Como a la vida. Por tanto, cuanto más amplio, profundo, divertido, múltiple y amoral sea ese gusto, mejor. Si bien, al final dará igual: siempre será incomprendido.
>> Publicado en El Norte de Castilla
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