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Identidad.- Carecer de ella genera mimetismo. Sobreabundar en ella produce rechazo. Renunciar a ella es suicida. Inventarla es literario. Tenerla es señal de gregarismo. Es obvio que en todo caso es problemática.

Ilustración.- No suelto a Diderot, ni a Rousseau, ni a Voltaire, ni a Lepage, ni a Montesquieu, ni a Moratín, ni a Cadalso, ni a Jovellanos, ni a Feijoo, ni al sabio y práctico Hume, cuando alguna perla suya cae en mis manos. Conformaron, entre otros muchos grandes nombres, la Razón, ‘mi’ razón. Creo que ahora solo son leídos –y meramente a base de citas breves– cuando: a) un atentado yihadista nos acorrala en el miedo y la cobardía, y hay que volver a ellos; b) las derivas populistas nos apartan de la política real, y hay que volver a ellos; c) la ignorancia, la mentira y su cóctel de píldoras de posverdad nos extrañan del conocimiento empírico y del buen juicio, y hay que volver a ellos. Siglo de las Luces llamaron a su tiempo. ¿El nuestro, entonces, no debería llamarse el Siglo de la Ceguera por Deslumbramiento?

Imagen.- En las imágenes no estamos. Ni siquiera en las imágenes que nos reflejan, pues son una copia de nosotros, pero no son ‘nosotros’. Cuando alguien nos ve en una foto o en una vídeo de YouTube, por ejemplo, y dice: “Mira, eres tú”, no es cierto, no eres tú. Pareces tú, pero tu yo real no está en ese tú. Por eso, toda imagen ejerce una atracción, porque es lo otro y distinto por excelencia. “Las imágenes, por definición, nos excluyen”, decía Roland Barthes. Son todo lo que no somos, ni siquiera lo que querríamos ser (una quimera, además, se compone de imágenes ‘imaginarias’). Impenetrables y ajenas, las imágenes no nos contienen. Pero, por fortuna, contienen todo lo demás, por eso incitan y seducen, porque, aunque las veamos, jamás estaremos en ellas. Esta es la fuerza de la imaginación creada por cualquier arte.

Imaginar.- Dícese de la cualidad de dejar de ser uno mismo. Véase “Imagen”.

Incendio.- El fuego y los libros han ido de la mano en el transcurso del tiempo, huyéndose mutuamente. La biblioteca de Alejandría fue destruida por el fuego. La Inquisición quemaba libros y autores, a veces solo libros y lectores, y por lo general gente que ni leía ni escribía ni sabía hacerlo. Los nazis quemaban en las plazas libros de judíos y de comunistas, paso previo a quemar en hornos a sus propietarios. En Fahrenheit 451, esa distopía siempre posible que Ray Bradbury escribió en 1953, los libros son quemados de manera sistemática por temor (no hay nada más bello en esa original novela que los ‘hombres-libro’, esas personas rebeldes que se aprendían de memoria los libros antes de que acabaran en la hoguera). El fuego devora al final la biblioteca de Peter Kien, el protagonista de la gran novela de Canetti Auto de fe. Como reza el título de Manuel Rivas, muy acertado, “los libros arden mal”. Porque son peligrosos y se resisten a desaparecer. El fuego podrá quemar las páginas, pero nunca puede quemar las palabras.

Infierno.- Para Sartre, el infierno serán los otros, pero para Risso, el protagonista del implacable y estremecedor cuento de Onetti “El infierno tan temido”, ese infierno siempre será Gracia César, la mujer que amó hasta la locura, lo abandonó y luego lo torturó enviándole fotografías suyas con otros hombres para su desesperación. ¡Qué grande es Onetti en todas sus obras, qué bien conocía el infierno en la tierra, incluso él había causado uno a la poeta Idea Vilariño, cuando la abandonó! Quizá este cuento pueda leerse en clave de amores rotos y vengativos. ¡Ay, el amor infernal de los escritores!

Internet.- El mayor avance de la humanidad desde la imprenta. Su mayor peligro, pues.

Invierno.- Hay un sorprendente cuento de Georges Perec titulado “El viaje de invierno”. Ambientado en 1939, el cuento relata cómo Degraël, un joven profesor, descubre por casualidad, en casa de unos amigos, un libro de un autor desconocido para él, Hugo Vernier, titulado El viaje de invierno. Empieza a leerlo y poco a poco se siente absorbido por su lectura. A medida que avanza por sus páginas, le asalta una sensación inquietante e indefinible: muchas de sus frases le son remotamente familiares, como si ya las hubiese leído antes. De pronto, cae en la cuenta de que todo el libro está compuesto de frases que pertenecen a versos de los mejores poetas surgidos después de 1880. Pero comprueba que el libro de Vernier es de ¡1864! Para su asombro, llega a la conclusión de que está ante la obra insólita de un autor que escribió la poesía que luego plagiaron los más famosos poetas de su tiempo. Un precursor, un antecesor del que bebieron todos… y lo ocultaron. A la mañana siguiente, Degraël deja la casa de sus amigos y va a la Biblioteca Nacional. En efecto, está la ficha del libro de Vernier, sin embargo, no encuentran el ejemplar. Corre a casa de sus amigos, pero una bomba la ha destruido. Se pasó el resto de su vida buscando otro ejemplar, pero nunca lo halló. Solo pudo leerlo aquella noche de invierno.

Isla.- Abundan en la literatura y son de todo tipo, lugar, forma y condición. Como lector, una buena antología de islas que cobran realidad sería esta: la de Persiles y Sigismunda, la de Cáliban en La Tempestad, la del Tesoro de Stevenson, la Misteriosa de Verne, la Inaudita de Mendoza, la del Mediodía de Cortázar, la de Monte-Cristo de Dumas, la del Día-de-Antes de Eco, la de Alice de Daniel Sánchez Arévalo, la de Morel de Bioy Casares, la del Doctor Moreau de Wells, la del Diablo de Papillon, la de la Desolación de Autómata, la de Lord Jim, la de Robinson Crusoe, la omnipresente Cuba de Cabrera Infante, la de Conchis el Mago de John Fowles… Islas que son libros.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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