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Jazz.- Dos novelas extraordinarias con jazz en su interior son El perseguidor, de Julio Cortázar, y El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina. Curiosamente, ambas participan de una atmósfera procedente de Juan Carlos Onetti, un escritor que es puro jazz sin pretenderlo en novelas como El astillero o Juntacadáveres, por ejemplo. También hay jazz explícito en Murakami, e implícito en Doctorow (sobre todo en sus novelas neoyorquinas) y en los cuentos de Cheever, en cuyos intersticios narrativos siempre está sonando una música que irrumpe desamparada. ¿Y no es jazz toda la prosa de Faulkner? ¿Y no son jazz las historias de Toni Morrison o de Annie Proulx? ¿No lo son las de Gadda o de Pavese?

Jerusalén.- Para saber de la Jerusalén inmemorial, la ciudad de tres pueblos y de tres religiones, la ciudad inagotable que es de todos y para todos, hay que leer el ensayo histórico Jerusalén de Simon Sebag Montefiore. Por sus páginas desfila la biografía milenaria de esa ciudad centrípeta. Pero para percibir la Jerusalén verdadera de hoy, la vital, la que más vivamente permanece en el recuerdo después de una lectura, hay que dejarse poseer por la que describe Amos Oz en Una historia de amor y oscuridad. Es este un libro de memorias único y emocionante, de una viveza que lleva al lector a la primera línea visual de lo que el escritor escribe: se diría que entráramos en la mente de Amos Oz y viviéramos sus recuerdos al mismo tiempo que él.

Jim (Lord).- La novela de Joseph Conrad Lord Jim tiene una densidad que termina por rodear al lector y transfigurarlo. ¡Quizá porque promete y da lo que promete! En ella, Marlow, el mismo Marlow que aparecerá luego en El corazón de las tinieblas, narra aquí, sin desfallecer, en una conversación de tú a tú con el lector, la historia del capitán Jim, un perdedor sin suerte (unido a otros perdedores, pues es una novela poblada de microhistorias) que asume su destino con arrojo después de haber luchado contra la cobardía y de haber huido de sí mismo. Es una novela que fascina porque nos sumerge en un drama del que todos nos sentimos cerca e identificados. Como dice Conrad, quien, sin confesarlo del todo, tiene esta novela como su favorita, Jim “era uno de los nuestros”. Pero, ¿quiénes somos esos ‘nosotros’? ¿Somos el Jim de la novela? Si es así, me gusta saberme de la misma especie de quien solo sabe ir en pos del misterio y del sueño, “siempre en pos de él, porque ese es el camino”.

Joyce (James).- ¿Dios? Probablemente, sí. Al menos el mío. Pero no el único dios, claro, en literatura hay que ser promiscuamente politeísta. Joyce es de esos gigantes del “Parnaso” que más prejuicios genera: son legión los que dicen que no lo han leído y se sienten felices de no haberlo hecho. Yo me apiado de ellos y los llamo ignorantes. Creo que no leer a Joyce (cualquier libro de Joyce, desde Dublineses a Ulises) es como ir al Museo del Prado con una venda en los ojos: te has perdido el Arte. No leer a Joyce es perderse la Literatura. Pero también perderse el placer del juego y el gozo de la ironía, dos puntales de sus obras, siempre chispeantes y astutas.

Juan (Don).- José Zorrilla, en su ameno, divertido, dicharachero y gratificante libro de viajes y memorias que es Recuerdos del tiempo viejo, hace una larga y demoledora autocrítica de Don Juan Tenorio, su obra primeriza. La considera llena de defectos, de ripios y de errores. Se diría que la valora como su peor obra, la califica de “libro maldito”. Sin embargo, se ve obligado a disculparse por hacer tan severo rechazo de su Don Juan, ya que los lectores y espectadores, al cabo de treinta y tantos años, han considerado esa pieza como la más representativa de su autor. Y eso lo horroriza. Zorrilla abomina de ella, sí, pero no quiere insultar al público que la ensalza llamándolos lerdos. En todo caso, hay dos lecciones que sacar: una, que Zorrilla era un autor mucho más grande que ese Don Juan de opereta que escribió en ratos de insomnio; dos, que es admirable cómo se distancia Zorrilla de esa obra, hasta el punto de lamentar su amaneramiento, objetividad que lo honra. En esto, Zorrilla es moderno, porque demuestra ser muy consciente del hecho de que un autor y el libro que escribe son entidades de distinta naturaleza, ajenas y extrañas entre sí. Zorrilla es mucho más grande que la sombra que su Don Juan proyecta de él.

Judit.- La historia de Judit, perteneciente a la Biblia cristiana, es una leyenda novelesca, y de las más explícitamente feministas. Es sabido el argumento: Judit –que no es un nombre, en realidad, sino tan solo la denominación de “la judía”–, una mujer viuda, hermosa e inteligente, urde un plan para salvar su ciudad, Betulia, del asedio del terrible general asirio Holofernes. Su plan es ir hasta el campamento del tirano, engatusarlo y eliminarlo. Pero hay una grandeza que no se cuenta en el libro, una grandeza muy humana que sin duda le habría dado a Albert Camus materia para una de sus obras teatrales. Esa grandeza inédita no estriba tanto en el hecho de que Judit decapite a Holofernes con su propia espada, cuanto en otro momento que se deja a la imaginación y que no se explicita en el relato: el momento del tránsito de Judit desde Betulia hasta el campamento militar, de noche, a oscuras, acompañada de su sirvienta Agra. Imagino a las dos mujeres sobrecogidas, agarradas una a la otra, avanzando hacia un mundo de hombres violentos, desconocedoras de lo que encontrarán allí al llegar y sin saber aún qué harán cuando estén ante Holofernes. Es el momento, entre tinieblas, en que Judit aún no ha decidido cómo lo matará, pero ya no puede dar marcha atrás. Ese instante me parece uno de los trances de mayor valentía sobre los que he leído nunca.

 

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados

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