Mano.- En literatura, siempre produce atracción una mano cortada.
Magia.- Es una palabra un poco tonta que suele aparecer en las malas novelas. Salvo excepciones, claro (léase John Fowles).
Margen.- El margen es un ofrecimiento sexual de los libros. Está para interpelar al texto y dejar en su blanco una réplica o un comentario. Pero casi nadie lo usa. Debido a una paralizante reminiscencia de analfabetismo, la inmensa mayoría de lectores no se atreve a escribir en los libros. Y sin embargo, los libros siempre han esperado al lector audaz. A él entregan el margen, abierto como los labios para el beso.
Marketing.- Dícese de todo proceso combinatorio de elementos, por lo general impropios y falseados, orientados a la venta de un producto, utilizando para ello la credulidad del comprador y su ingenua permeabilidad al dirigismo. Para que dé resultados ha de aplicarse sin escrúpulos.
Maquiavelo.- El libro más vivaz de este sabio de la estrategia es La historia de Florencia. No escatima allí matices ni ahorra un ápice de realismo, incluso de crueldad. Se lee como una novela negra.
Moby Dick.- ¿Cuál es la fuerza de atracción de Moby Dick? Quizá el hecho de que es una historia que aparece en el horizonte de nuestras vidas a temprana edad, pero no como novela, sino tan solo como mito: la lucha contra la ballena blanca que arrastra la obsesión de los hombres a través el océano para perderlos. La novela, en realidad, llega luego, con el tiempo, y por lo general en dos fases: una primera, mediante la versión abreviada y adaptada como novela juvenil, en la que prima la aventura de Ismael y el arponero Queequeg, el atormentado oficial Starbuck y el delirante capitán Ahab. Y una segunda fase es, cuando ya plenamente adultos, leemos la novela en su totalidad, las más de 800 páginas de literatura de impagable pureza. Es el momento en el que el mito de la ballena blanca aterradora se une con la literatura absoluta, el placer, el conocimiento, la aventura, la sorpresa y la condición humana. Leer Moby Dick es navegar por varios mares desconocidos, incluidos el de uno mismo y el de los otros. Porque esta novela aboca a la búsqueda y a la fatalidad. El carácter de cumbre que tiene, con personajes inolvidables y un exhaustivo y minucioso despliegue de lo real en lo subjetivo, la convierte en una travesía moral a la vez que marítima. Leerla es estar en el mar, pero también es estar en oscuro océano humano. Un portento narrativo de cuyas páginas el lector sale convertido a la religión de la Literatura.
Moderno.- Hay modernos muy antiguos y antiguos muy modernos. Solo con la edad y las muchas lecturas uno puede distinguirlos. La modernidad, por otra parte, siempre se ha visto en retrospectiva: sabemos de los modernos cuando lo fueron, no cuando lo son. Cuando la modernidad es moderna, es invisible. Lo que suele pasar por moderno es, más bien, una especie de inicio exageradamente exaltado.
Mohicano.- Todos los mohicanos se creen el último. Los editores también.
Monstruo.- No saberse uno y sin embargo serlo, esta es la normalidad.
Montecristo (Conde de).- Alexandre Dumas adolece de un toque artesanal, o mejor dicho, de un empeño profesional de narrador aplicado, que hace de sus libros excesivamente detallistas y repetitivos. Remacha la acción, la agota, a veces incluso la dilata tanto que roza la parálisis. No es escritor sutil sino folletinesco, cobra por palabras. Todas sus novelas necesitan una cura de adelgazamiento. Sin embargo, en esa morosidad alcanza momentos de clímax que generan una tensión angustiosa, de puro ralentizada. En El Conde de Montecristo, novela irregular, desproporcionada y a veces un poco tediosa por el exceso de descripción (nada que ver con Flaubert o con Hugo, por ejemplo) Dumas escribe un capítulo, “El cinco de septiembre”, en el que los minutos se convierten en horas y los segundos en minutos. Es cuando el bueno de Morrel espera angustiado la llegada del barco que lo salvará de la quiebra, al mismo tiempo que aguarda la salvación de un misterioso Coclès (el propio Dantès) que ha de aportarle dinero, pero se retrasa. Cada segundo –y cada palabra– de ese capítulo tiene la tensión de una ejecución. Es el mayor mérito de Dumas, hacer literatura a cámara lenta.
Montesquieu.- Un verdadero gran hombre.
Moravagine.- El suizo Blaise Cendrars era feo, manco, torrencial como escritor, incansable como viajero y sistemático como tabernario. Un escritor de acción. Sus novelas y sus poemas son novedosos, provocadores, anticonvencionales, malditamente tiernos. Aporta siempre al lector el placer de los tesoros ocultos que aguardan ser descubiertos por una luz nueva. Es el caso de Moravagine, una de las novelas más originales que he leído. Data de algún momento entre 1917 y 1926 y seguro que haría las delicias de un Nabokov principiante. Moravagine es un loco que recorre el mundo, que escribe, que es capaz de lo más terrible y de lo más furioso; su historia es narrada por un joven médico que lo ayuda a escapar de un manicomio-prisión y emprende con él un viaje como testigo y confidente. A partir de ese viaje, el orden lógico se subvierte y nada es imposible. Ni siquiera lo es que Moravagine, eterno exiliado sin identidad, sea, tal vez, Jack el Destripador. Leer a Cendrars produce una sensación de itinerario sin rumbo fijo. El infinito contar.
Morselli (Guido).- Cuando se suicidó en 1973, este escritor italiano extraño, irónico, refinado, dejó dos obras maestras que no hacen más que crecer: Roma sin Papa y Divertimento 1889. No tienen desperdicio.
Motocicleta.- No abundan las motos en las novelas. Recuerdo ahora una en concreto, La motocicleta, de André Pieyre de Mandiargues, una novela de amor entre una joven y un hombre maduro, motero, en la que la pasión fugaz, morbosa, se simboliza en las motos de ambos: una Guzzi plateada él, una Harley negra ella.
>> Publicado en El Norte de Castilla
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