Qfwfq.- Es el protagonista de Las cosmicómicas, de Italo Calvino, los relatos de cariz científico-fantástico (él no los comprendió nunca como de ciencia-ficción) que el gran italiano concibió como descripciones del mundo desde una astronómica distancia (la de la Historia). Juntó en una palabra lo que buscaba: algo cósmico, en el sentido en que entendían los clásicos lo universal, y algo cómico, en el sentido en que entendemos hoy la representación simbólica. Qfwfq es el impronunciable nombre de alguien de quien no se sabe nada. Ni sabemos si es humano. Sabemos que es viejo, de edad cercana a los millones de años, pues fue testigo de acontecimientos iniciales del sistema solar. Calvino dice que es, en realidad, “una voz, un punto de vista, un ojo (o un guiño) humano proyectado hacia la realidad”. Brillantes relatos-ensayos que son pequeñas aventuras originalísimas que le dan la vuelta al mundo de Stanislaw Lem, el escritor polaco creador de Solaris y Vacío perfecto, obras magnas de la literatura de apariencia científica, pero superlativamente fantástica. Es más: ese Qfwfq, nombre capicúa, es la voz de Lem en el cerebro de Calvino. Y viceversa.
Queequeg.- En la obra cumbre de la literatura que es Moby Dick, de Melville, el arponero Queequeg es uno de los personajes más memorables y enigmáticos. Guerrero caníbal y elitista, proveniente de una isla de los Mares del Sur, Queequeg se convierte en el amigo y protector de Ismael, formando ambos una extraña metáfora del matrimonio, tras pasar por el encuentro que los une en la posada de New Bedford, donde el salvaje compartirá cama con un Ismael aterrado por el sombrío aspecto del maorí. Ambos se enrolan luego en el Pequod del capitán Ahab para dar muerte a la ballena blanca. Lo que sorprende de Queequeg es su silencio e inexpresividad, debido a su religión animista que lo introduce en periodos de inactividad y ausencia, transido de una extraña autohipnosis. Una vez despierto, se convierte en el arponero favorito del oficial Starbucks, valiente y sensato personaje que se enfrenta a la locura de su capitán. El cuerpo de Queequeg está todo tatuado y su estatura y poderío son temibles. Príncipe desterrado de su tribu, siempre es tentador imaginar cómo habría sido la vida de Queequeg antes de hacerse arponero.
Queneau (Raymond).- Escritor juguetón y piruetero con las palabras como pocos. Ahí están sus poemas de El instante fatal y sus insuperables Ejercicios de estilo (99 maneras distintas de contar un hecho trivial) o Cien mil millones de poemas (que son las que resultan de las combinaciones de los versos de diez sonetos). Puede que sea uno de los escritores más divertidos que he leído nunca. Se celebra siempre su novela Zazie en el metro, llena de un humor extravagante (véase la película de Louis Malle para entenderlo), pero mis favoritas son otras dos: Flores azules, sobre la irrupción de un duque medieval en la vida de un barquero parisino contemporáneo, y Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, novela que publicó con el seudónimo de Sally Mara, escritora irlandesa, y que es una desternillante parodia de la revuelta independentista de Irlanda de 1916. Novela muy apropiada para ridiculizar las veleidades de los nacionalistas recalcitrantes.
Quevedo (Francisco de).- La actualidad de este sabio escritor barroco, erudito e incisivo, es enorme, si se lee en clave contemporánea. Por elegir algunas de sus obras, destaco las divertidísimas Capitulaciones de la vida de la Corte –que, extrapoladas a la actual, suponen un sabroso correlato–; las Cartas del caballero de la Tenaza, quizá demasiado misóginas para los oídos de hoy en día; la Aguja de navegar cultos, donde se satirizan los ridículos de las élites; o, en fin, La hora de todos y la fortuna con seso, donde se describe un mundo al revés, en que el ladrón se vuelve carcelero y demás inversiones de ese estilo que dejan pingando el mundo del poder. Tal vez Quevedo sea actual, o tal vez todo sea siempre igual en la Historia, solo que con distinto traje.
Quídam.- Durante muchos años, en mi juventud, tuve a gala que uno de los frailes del colegio cristiano donde pasé mi infancia me llamara quídam delante de toda la clase. Busqué en mi diccionario de latín y equivalía a “alguien” en sentido de individuación: “uno”. Incluso indicaba un matiz de relevancia. Así pues, ser un quídam era ser alguien. Interpreté la exclamación del hermano Benito –nombre del fraile– como un halago: “¡Es usted un quídam, García Ortega!”. Años después, cuando averigüé en el diccionario de la RAE que también puede ser un “sujeto despreciable”, comprendí en realidad que el buen fraile estaba desahogándose contra mí por haberme pillado haciéndole agujeros con un cigarrillo a su sotana de repuesto. Moraleja: los diccionarios, con el tiempo, nos traen acepciones inesperadas para términos sobradamente asentados.
Quiñones (Fernando).- Es de justicia reivindicar al Quiñones cuentista. De su magnitud da medida la edición de sus relatos completos que Hipólito G. Navarro hizo en 2003 bajo el título de Tusitala. Es una obra mayúscula, de inventiva y de prosa, y tiene un notable componente hispanoamericano, porque muchos de sus cuentos centran sus historias en América. Quiñones está en la estela realista de un García Hortelano, pero en andaluz, que es un modo de barroquizar lo experimental. Entre humor y drama, la elocuencia irrefrenable de Quiñones es la de un innovador del relato que hay que recuperar como pieza mayor de la literatura española. El gran prólogo de Hipólito G. Navarro es un magnifico pórtico a quien probablemente sea su maestro.
>> Publicado en El Norte de Castilla
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