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Decir Barthes es decir Barthes

Roland Barthes

 

 

 

 

 

 

 

 

25 de febrero
Recuerdo que lo primero que vi de Roland Barthes, allá por el año 1975, fue la grafía de su apellido, Barthes, en una revista. Me gustó sin motivo aparente. El que luego sería un maestro para mí empezó siendo la forma de una palabra identitaria que no decía nada más que “heme aquí”. El motivo de aquella entrevista era la publicación de su libro ‘Roland Barthes par Roland Barthes’. Aquel libro, en el que cuenta aspectos de su vida como si fuese el análisis de un texto o la catalogación de un trabajo, era otra manera de ser enciclopédico, es decir, de buscar un caos en un caos mayor. Me sedujo al instante, hasta grabarse a fuego en la piel de mi cerebro sediento de asideros intelectuales. Me agarré a Barthes y nunca lo he soltado.

Luego leí y estudié todos sus libros. Me adentré por sus métodos, por sus silencios y por sus intuiciones con el atrevimiento de un ignorante que va siendo moldeado como un discípulo. Aprendí de él un modo de escribir. Aprendí a dotarme de una estructura mental que reproducía en mi cabeza la forma de un libro y se mimetizaba con la analogía de la escritura. Mi cabeza, más que pensar, escribía; o comprendía que pensar era escribir, que mirar era relacionar, asociar y diseccionar, como si el mundo se dividiera en párrafos o frases. Barthes me hizo bíblico, en el sentido etimológico del término.

Gracias a él concebí el pensamiento como el desarrollo paradójico de una idea. Entendí a Freud, entendí a Marx, entendí a Saussure… ¡hasta entendí el ciclismo, el Tour de Francia, o el lenguaje de la moda, la semiología, la semántica! Comprendí también que un texto literario es un cuerpo orgánico, y que es ajeno al escritor, pero que el drama del texto es que solo puede existir desde otro cuerpo, el del escritor. Y Barthes enfatizaba –o yo creía que lo hacía- ese aspecto de ‘drama’ del texto necesitado del cuerpo de un autor. Los libros escriben al escritor tanto como los escritores escriben los libros. En este laberinto inexplicable me metió Barthes, y ahí sigo, tanto años después.

Porque son años los que han pasado. Este 2015, en noviembre, se cumplirá el centenario de su nacimiento. Con motivo de ello, se están reeditando o publicando biografías de esta extraordinaria figura de las letras y del pensamiento. A los conocidos libros de Jonathan Culler, Louis-Jean Calvet o Marie Gil, se une ahora una impresionante y detallada biografía escrita por Tiphaine Samoyault, con ambición de ser la obra de referencia sobre Barthes.

También en 2015, el 26 de marzo exactamente, se cumplirán 35 años de su muerte. Una muerte absurda, en plenitud de su vida intelectual. Una muerte larga, que empezó un mes antes, un fatídico 25 de febrero, tal día como hoy: un cambio de acera en la rue des Écoles, un coche con matrícula belga en doble fila que impide la buena visibilidad, el cruce de la calle, la camioneta de una tintorería que llega de improviso, no a mucha velocidad pero sí con la suficiente como para atropellar violentamente, la identificación de la víctima que aún respira. Luego vino la larga estancia en el hospital, la lógica recuperación, el inesperado empeoramiento, la infección pulmonar y la muerte. No murió en el accidente, ni este fue el causante, pero nada habría ocurrido si no hubiera estado ese coche belga mal aparcado en la rue des Écoles. Hubo en ese lugar, durante mucho tiempo –quizá se conserve aún-, una pintada que decía: “Disminuya la velocidad, podría atropellar a Roland Barthes”.

Hoy ha crecido el aura que en realidad Barthes buscó toda su vida y se le escapaba a ojos de los demás: el de ser un gran escritor, por encima de todo. Releerlo pasado el tiempo me lleva a pensar en la definición que dio de sí mismo en su último libro, ‘La cámara lúcida’, cuando habla de “la incomodidad” que siempre había experimentado: “la de ser un sujeto que se bambolea entre dos lenguajes, expresivo el uno, crítico el otro”. Es decir, un autor que oscila entre la creación y el análisis. Ahora se descubre que lo que prima en Barthes –o lo que más brillo alcanza- es el lenguaje del gran escritor que es. Como Lévi-Strauss, como Genette. Los tres son escritores que fueron científicos del lenguaje, de la cultura, y sus obras de pensamiento, actualizadas o no, adquieren rango de literatura. Fueron maestros de una generación, pero son escritores intemporales ya. Sus textos tal vez sigan teniendo, en mayor o menor grado, la fuerza transgresora e iluminadora de la crítica y de la ciencia, pero lo evidente es que ha pasado a primera fila lo que antes estaba en segunda: su cualidad literaria, su cualidad de escritores. De todos, Barthes el que más. Desde esta perspectiva es apasionante releer ahora los libros que me hechizaron en su momento y cuyos títulos eran tan seductores: ‘El placer del texto’, ‘El grado cero de la escritura’, ‘Fragmentos de un discurso amoroso’, ‘El imperio de los signos’ (cuya traducción y prólogo acometí casi con la reverencia de un homenaje privado), ‘Mitologías, ‘La cámara lúcida’, etcétera.

No sucede siempre, pero a veces los aniversarios permiten revisitar la obra de un autor entendido hasta entonces de otro modo. Es el caso de Barthes. Entrar en el universo de este escritor magistral nos lo focaliza como un clásico provocador y desafiante que abre puertas literarias, un sutil ensayista que ha hecho de sus ensayos una novela proustiana. Susan Sontag lo describió así: “temperamento formalista, proposición de todo desde el subjetivismo, pasión por alabar a los autores o las obras queridos, y talento para la estructura, para verla y para concebirla”. Son rasgos que Barthes enseñó a quienes quisimos aprenderlos.

 

 

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