4 de marzo
Corría el otoño de 1979 y yo amaba el cine. Era ya un buen cachorro de cinéfilo y, como tal, mitómano. Por aquella época, tenía un interés desmesurado por el cine de Robert Bresson (1901-1999), la mayoría de cuyas películas había visto en una especie de trance, por lo inauditas y alejadas del cine convencional que eran. Y aún lo son, porque hoy, películas como ‘Las damas del Bois de Bologne’, ‘Pickpocket’, ‘Un condenado a muerte se ha escapado’, ‘Au hazard Balthasar’, ‘Mouchette’ o ‘El diablo probablemente’ siguen estando vigentes, aunque en una vía de la historia del cine por la que tan solo transita un único tren llamado Robert Bresson. Se definía como un ‘organizador’ de cine, término que él prefería al de ‘director’, y hoy ya es un clásico de extremada originalidad. Hacía un cine que existe por sí mismo y se justifica con la sola fuerza de la cámara que lo crea. Ni siquiera tiene que ver con la mirada, sino solo con la mirada en tanto cámara, en tanto registro que transforma la realidad que absorbe sin traducirla a ninguna equivalencia, únicamente cambiándole de sustancia, relatándola mediante un código nuevo, que Bresson, humilde pero orgulloso, llamaba ‘cinematógrafo’. En 1975 escribió unas crípticas ‘Notas sobre el cinematógrafo’ (publicadas en España por Árdora en 1997), que yo leí con devoción y en las que decía cosas como esta: “Novedad no es ni originalidad ni modernidad”, o “El ‘cine’ bebe de un fondo común. El ‘cinematógrafo’, en cambio, realiza un viaje de descubrimiento por un planeta desconocido”. En septiembre de 1979, con un amigo, hice mi particular ‘viaje de descubrimiento’ al planeta Robert Bresson, en París. Y lo vi.
Fue casi a mediodía. No recuerdo ahora por qué medios había conseguido su dirección en el Quai de Bourbon, en la Île de Saint-Louis, junto a Notre Dame. No compartía entonces, ni comparto ahora, su universo religioso y jansenista, pero su cine me cautivaba; aun así, recuerdo muy bien que mi visita tenía un alto grado de osadía, porque no sabía de qué podría hablar con él, yo era un mero aprendiz de todo y él era maestro en un mundo, el del cine, que jamás sería el mío, y a lo sumo podría reiterarle hasta la saciedad que admiraba sus obras pero poco más. Quizá me bastara estar cara a cara con el artista y que él me mirara a los ojos. Sería para mí una especie de sanción, de aventura o de trofeo. Sigo sin saberlo. El caso es que me presenté con mi amigo en el portal de su casa. Sorprendentemente estaba abierto. Subimos por la escalera hasta el segundo piso, creo. Ni rastro de ninguna portera. Pero ni rastro tampoco de Bresson. Llamé al timbre infructuosamente una docena de veces. Al término de mi enésimo timbrazo mi amigo me dijo que, por mucho que yo me resistiera, parecía obvio que no estaba en casa. Me hizo una foto en el descansillo, para rememorar aquel momento, y salimos de nuevo a la calle, por la que pululaban los turistas.
De pronto, como si los dioses quisieran ser benévolos conmigo, vi a una figura idéntica a Bresson, alta, con el mismo pelo casi blanquecino saliéndole de un sobrero de ala ancha negro. Entraba en una panadería de la acera de enfrente. Hasta allí fuimos, mi amigo y yo, y esperamos en la puerta de la panadería a que saliera para abordarlo. Recuerdo, sobre todo, mi nerviosismo, mi expectación y mi mente absolutamente en blanco. ¿Qué le diría al verlo? ¿Por dónde empezaría? La última película suya que yo había visto era ‘Lancelot du Lac’ y tenía presente las escenas de las batallas tumultuosas de las que solo se veían las patas de los caballos en el barro. Podía empezar por ahí, por decirle que admiraba su versión del mundo artúrico, su extravagancia de las patas de los caballos para mostrar una batalla sangrienta. En ese instante la figura con apariencia de Robert Bresson salió de la panadería y me dirigí a él. Recuerdo que le toqué en el brazo y él se detuvo. Me miró con un gesto un tanto hostil, a la defensiva. Pero enseguida cambió su antipatía por una condescendiente cordialidad cuando le pregunté si él era el señor Bresson. Yo sabía perfectamente que lo era, su apariencia era la misma de las fotos, estaba, además, en su misma calle, no cabía duda de que ‘allí’ solo podía ser él. Entonces, amablemente, Robert Bresson me preguntó: “¿Es usted español?”. “Sí”, contesté, ignorando si esa afirmación tendría alguna consecuencia. Ante mi respuesta, pareció recular: “No, no soy el señor Bresson. Soy un amigo suyo. El señor Bresson está rodando en el sur”. Llevaba una baguette en una mano y una bolsa de plástico en la otra. Metió la baguette en la bolsa, me estrechó la mano con fuerza, mirándome a los ojos y recuerdo que me dijo: “Pero encantado de conocerle”. Aquel ‘pero’ lo delató: era Bresson quitándose de encima a un joven que, seguramente, le importunaba en ese momento. Me sonrió y se marchó. La última prueba de que era él fue que entró en el portal del que mi amigo y yo habíamos salido hacía un cuarto de hora: volvía, pues, a su casa.
Ahora, leyendo un libro reciente, ‘Bresson por Bresson, entrevistas (1943-1983)’ (Editorial Intermedio), creo haber dado con la clave de aquella extraña negativa. Entre las entrevistas, el editor español ha incluido una que Juan Bufill publicó en agosto de 1979, pero hecha en diciembre del 1978. En aquella ocasión, Bufill, tontamente, le dijo a Bresson que los españoles no entendíamos su cine y menos aún los críticos españoles. No sé por qué lo hizo, pero creo que eso le previno contra ese joven español que era yo, cuya inesperada irrupción quizá le hizo creer que, además, pensaba robarle la baguette. Y no habría sido mala idea, porque mi amigo y yo, en aquel viaje a París, pasamos mucha hambre.
© 2008 Adolfo García-Ortega Todos los derechos reservados