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Escribir tiene riesgos

 

 

 

 

 

 

 

 

8 de octubre
Para algunos escritores, entre los que me hallo, hay dos extraños placeres que son aún más extraños de puro imposibles. Uno es un placer borgiano, consistente en imaginar libros perfectos que estaría bien escribir siempre y cuando sea uno mismo quien los escriba. El otro es un placer ambiguo, masoquista, generoso: admirar libros ya escritos por otros colegas y lamentar no haberlos escrito uno mismo.
A mí esto último me sucede a menudo, a veces hasta con envidia. Obviamente, no me refiero a los libros que yo querría haber escrito de verdad, tales como ‘La educación sentimental’, ‘El gatopardo’ y ‘Ulises’, pero eso no ha sido así y me temo que ya no lo será nunca, ay. A lo que me refiero es a novelas más cercanas y posibles. Me viene a la cabeza un puñado de títulos de los que me habría gustado ser su autor. Por ejemplo, ‘Brooklyn’, de Colm Tóibín, o ‘Middlesex’, de Jeffrey Eugenides, o ‘Desgracia’ de J. M.  Coetzee, o ‘La acacia’ de Claude Simon, o la gran novela de Colum McCann ‘Que el vasto mundo siga girando’. Y muchas más. Son novelas cuya perfección y hondura solo me es dado alcanzar como lector. En realidad, ni eso. En realidad, estoy condenado a leerlas como un escritor, es decir, como una especie de anatomista, porque las disecciono y despiezo para encontrar el mecanismo interior que las ha convertido en tan maravillosas novelas.

Sin ánimo autocompasivo, he de confesar que lo duro es escribir, porque es una constante superación de obstáculos. Se vuelve arriesgado administrar la limitada imaginación que uno tiene, regar el huerto de las propias ideas, plantearse miles de combinaciones de palabras, tomar decisiones inseguras, conducir con firmeza a través de la novela la fábula que uno se inventa; aventurarse por senderos desconocidos y peligrosos, perderse, dar vueltas, desear volver al punto de partida, desear dedicarse a otra cosa, a una cosa normal, no tan solitaria ni tan incierta como es la escritura, un territorio en el que el escritor ha de vivir como si habitase un país cuando en realidad es solo un pequeño, árido y despoblado islote. Porque, además, al acabar el empeño de escribir una novela, uno siempre siente un regusto de frustración, intuye que no acertó, que quedó muy lejos del libro perfecto que se propuso hacer, y entonces vuelve a la carga y se pone de nuevo a escribir otro libro, otro en el que sí, esta vez sí acertará.

En ese momento, la pregunta más lógica que se le ocurriría a cualquiera es: ¿para qué escribir, pudiendo leer? Quizá la gente no sepa que muchos escritores escribimos atados a la silla, porque si no, huiríamos constantemente de la mesa, del ordenador, de las palabras. Huiríamos para leer o para vivir, no lo sé. Somos algo así como fugitivos de las novelas, disolutos de la escritura. Claro que podría dejar de escribir, nadie me obliga. Ni siquiera por dinero. Pero el problema es que uno ya no sabe hacer otra cosa, incluso sin dinero. Lástima.

12 de octubre
Y sin embargo, los escritores somos necesarios. Lo somos mientras se sigan celebrando fiestas con uniformes y banderas, en un mundo que camina hacia una transformación tal cuyo estallido hará que las revoluciones pasadas sean cosquillas en la piel del elefante. En ese contexto, el escritor, el intelectual, tienen que asumir un papel distinto. Un papel que ayude a pensar, crítico pero también osado, activo, encauzador. No sectario, no ideológico. ¿Cómo definirlo? Solo se me ocurren estas dos palabras: riesgo e impertinencia.

Esta idea me posee: todas mis certezas literarias valen cero, se han sacrificado en las brasas de la realidad. Hace falta asumir un papel más político, volver a darle palabras contingentes a la sociedad civil, que es la única que va a propiciar el cambio hacia una democracia más pura, quién sabe aún si buena o mala. No es verdad que no se necesite a los intelectuales, ahora que definitivamente no se necesita a los políticos, profesión que avanza hasta su nivel más alto de incompetencia. Solo el intelectual puede dar el paso adelante para que el cambio del futuro no sea despiadado. ¿Pero qué puede hacer el escritor en un mundo en el que domina un tipo de lector que exige de él solo divertimento y una ridícula facha de bufón? El escritor puede hacer preguntas, lo ha hecho hasta ahora; quizá ha llegado el momento de que también dé respuestas. Y si son inteligentes y útiles, mejor.

14 de octubre
Leo ‘Joseph Anton’ (Mondadori), las extraordinarias memorias de Salman Rushdie, unos de los mejores escritores ingleses de su generación; a la vez pienso en lo fácil que es hoy incendiar el mundo vistiendo a Mahoma de lagarterana, y en lo rápido que somos capaces de reprimir nuestra libertad en aras del mal llamado respeto. Y en medio de todo esto, cae en mis manos lo que escribieron Diderot y D’Alembert en su Enciclopedia: “‘Canibalismo’: ver ‘Eucaristía’”. ¡Blasfemia genial! Hoy Diderot y D’Alembert lo pasarían muy mal en muchos sitios. Rectifico: lo pasan.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados