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El grafitero imbécil y las calles vacías

Eduardo Nave

 

 

 

 

 

 

 

 

10 de abril
         Estoy seguro de que quien dijo alguna vez que los grafitis callejeros son arte no ha visitado el centro de Madrid. Un artículo reciente de Estrella de Diego al respecto de los grafitis me los ha recordado (aunque me basta con abrir el balcón de mi casa y ver cómo están las paredes de Malasaña). De Diego trae a colación una frase de David Lynch: “Los grafitis han arruinado el mundo”. Lo comparto sin matices. Personalmente, asumo como posible que haya habido algunos pintores talentosos, como Banksy o Haring, que hayan llegado a crear ciertas imágenes sobre fachadas y paredes de la vía pública con cualidades artísticas meritorias. No lo niego, es más, doy fe de haber visto en otras ciudades –que no en Madrid– expresiones plásticas dignas y no ingratas a la vista, conscientes por igual, pintores y espectadores, de que se trataba de una actividad efímera y limitada.

De lo que yo hablo ahora con cabreo es del abuso del grafitero descerebrado que, creyéndose dueño de una incisión radical en la historia del arte, firma, mancha, rasga, invade, viola, mancilla, enmierda y echa a perder con una grafía feísta lo que es el espacio de todos los ciudadanos: la calle. Y la calle puede y debe ofrecer sorpresas a la vista de todos, claro está, pero no esa cagada permanente del grafitero que arrasa incluso los mínimos patrones del gusto. ¿Por qué ese tipo no pinta las paredes de su casa, su dormitorio, el salón de sus padres o el suyo propio con los frutos escasos de su encogido cerebro? Es, además, una manera de estropicio, de agresión de la estética ajena, y por tanto, un delito de invasión, un daño, un maltrato, una perpetración y un perjuicio hacia los demás ciudadanos que han de padecer la estupidez del grafitero. Este, por lo general, más que un provocador o un inconformista, manifiesta ser tan solo un imbécil con esprays en la mano, uno de esos bobalicones que usan los colores como un mono agita un pincel para que le den cacahuetes, lo que no convierte ni al mono ni al imbécil grafitero en artistas sino únicamente en lo que son, mono e imbécil.

Estoy más que harto de los malditos grafitis callejeros que han hecho del centro de Madrid un universo de estética ponzoñosa. ¡Hay mucha gente que desea ver las calles de otro modo! ¿Por qué hemos de someternos a la tiranía aberrante de unos individuos sin criterio ni capacidad? Ya solo por eso, por tolerarlos, los alcaldes responsables Gallardón y Botella deberían ser juzgados y condenados a que sus propiedades (y sus cuerpos) sean invadidos por la inmundicia de los esprays malditos. Digo todo esto consciente de que alguien me tachará de antimoderno, y dirá que ya no sé apreciar la fuerza subversiva del arte. ¡Y una mierda, nunca mejor dicho! Lo que tengo claro, por desgracia, es que, con el virus expansivo de los grafitis, un nuevo mal vitalicio les espera a las ciudades del mundo debido a que sus autores, esos grafiteros imbéciles, no tienen en su mente el menor sentido de la urbanidad ni del respeto. Madrid, que ya está ensuciada a tope, también lo está en sus muros. Lejos de ser parte de la libertad, el grafiti ha entrado a formar parte de la mugre y de la toxicidad estética. Algo habrá que hacer, ¿no?

15 de abril
No me quito de la cabeza un libro de fotos que he visto. Muestra ciertas calles y ciertos lugares, solo eso. Y no sería más que un libro de fotos bien hechas, absolutamente normales, si no fuera porque a esas fotos normales de calles y lugares normales se les añade una información precisa, impactante y brutal: se trata de los mismos lugares donde ETA mató a una persona. Entonces, todo cambia y la impresión que causa ver esos espacios es sobrecogedora.

El libro se titula escuetamente ‘A la hora. En el lugar’ (Editorial PHREE) y su autor es Eduardo Nave (Valencia, 1976), uno de los mejores fotógrafos españoles actuales. Nave ha buscado los escenarios donde hubo un atentado y ha hecho una foto del lugar a la hora exacta en la que se produjo el asesinato. Lo que causa escalofrío es la pretensión de Nave en cada foto: retratar el vacío, denunciar la ausencia. No hay personas en las fotos de esos lugares que fueron testigo de la muerte. Es como si, al crimen que supone el atentado y la consiguiente eliminación de la vida de una persona (cada foto va acompañada del nombre de la víctima, la hora, el punto preciso, el instante exacto), se añadiera el vacío que esa eliminación causa, un vacío que nos afecta a todos, un vacío que aísla el lugar como se aísla el momento. Son fotos de la ‘desaparición’. Todos desaparecemos en cada atentado.

Pero también Nave deja abierta otra interpretación en esas fotos de escenarios sin gente: la del vacío que se produce cuando, ante un atentado, muchas personas miran para otro lado, apartan a la víctima –y su entorno, su familia, su pasado– de la colectividad y no asumen la responsabilidad de plantar cara a los asesinos, cuando no de ampararlos. Los vacíos de las calles de Nave hablan de esas dos ausencias, la de la vida y la de la decencia. Al hojear las fotos del libro, las calles, las carreteras, los garajes, las estaciones, las plazas portan aún la huella invisible y aérea de los crímenes obscenos de ETA y palpita en cada imagen el reproche de una cruda mirada. Las fotos de Nave equivalen a un acto de justicia, porque nos proponen a todos nosotros, y también a los verdugos, volver al lugar, mirar el sitio de la matanza y avergonzarse y, aunque de nada sirva, también pedir perdón.

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados