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Sospechando del Señor Grass

Gunter Grass

 

 

 

 

 

 

 

 

23 de abril
Ahora que Günter Grass ha fallecido, vuelve a quitársele hierro a su paso por las Waffen-SS, lo cual me produce asombro y me escama. Se aduce de nuevo el mismo argumento que se repitió durante dos generaciones desde el fin de la guerra y que, a la larga, solo generó sospechas y dudas; el mismo argumento que adujo el propio Grass cuando lo confesó en sus memorias ‘Pelando la cebolla’, en 2006, a saber: que no fue su responsabilidad, que menos aún fue su culpa y que le obligaron. ¿Reclutamiento forzoso?

Es reveladora la carta-artículo de la señora  Grita Loebsack, amiga de Grass, publicada en El País con el título de ‘Lieber Günter’. Viene a decir en ella que Günter era uno más, que no sabía nada, cuando en septiembre de 1944 lo llamaron a filas. Sin embargo, Grass deja claro que se inscribió voluntario en las Waffen-SS. Apela Loebsack al testimonio de un amigo común, Helmut Frielinghauss. Este, en una carta de 2006, relata que todos los jóvenes de esa etapa final de la guerra eran carne de cañón y que no se podía elegir el arma. Es posible, hoy es difícil de saber exactamente. Pero había otras opciones: por ejemplo, no hacerlo. Huir, desertar, despertar de la alienación, rebelarse. Hubo gente que hizo eso, niños incluso, que fue ejecutada.

Frielinghauss comenta en su carta que, al acabar la guerra, las condiciones de supervivencia (al menos había condiciones, los judíos muertos ya no las tenían) eran tan duras que la gente se olvidó de lo que había llegado a hacer durante la guerra y la época nazi. Observo que esta desmemoria es común en la Historia: nadie se acuerda de que formó parte de algo terrible cuando eso terrible se evidencia irrefutablemente como tal. Y dice Frielinghauss que entonces “iban sabiendo lo de los campos de exterminio”. Pero los historiadores ya han documentado que esa información circuló pública y libremente por Alemania años antes de la derrota, a poco que se quisiera preguntar, y más aún en 1944. Ya está demostrado que la sociedad alemana vivió doce años sabiendo y mirando para otro lado. Después de la guerra, dice Frielinghauss, “todo alemán acarreaba este peso”, y en ese contexto de necesidad, no parecía ser importante el hecho de haber sido obligado (‘obligado’ es un dudoso término fácil de generalizar en toda posguerra) a formar parte de las SS. Y acaba Frielinghauss: “Günter, durante decenios, ni siquiera tuvo la idea de que hubiera sido correcto y mejor contar este hecho”. El clima de olvido y justificación debió de ser muy grande y colectivo.

El caso es que Grass, en la inmediata posguerra, según sus amigos, tenía otras cosas más acuciantes en que pensar. Ni entonces ni luego se le ocurrió confesar que había sido SS (una confesión, sin duda, inconveniente siempre, qué duda cabe). Tampoco encontró el momento. Hasta que decidió escribir sus memorias y fue en ellas donde halló la forma. Pero la forma elegida, en opinión de muchos, volvió a ser sospechosa: después de años de silencio, ya con el Nobel concedido en 1999, Grass cuenta el oscuro hecho en unos pocos párrafos, como de pasada, y en un libro que le reportaría beneficios. Lo normaliza como una especie de amnistía fiscal. Le da un rango de petición de excusas. Dice Grass: “Con el paso del tiempo empecé a darme cuenta, aunque todavía dubitativo, de que desconocía o, dicho con mayor precisión, no quería admitir, que yo había estado envuelto en un asunto criminal, cuya carga con los años no se aminoraba ni era posible enterrar en el olvido, y del que todavía sufro”.

Creo que se equivocó en la forma. Creo que lo justo con su pasado habría sido que hubiera convocado una rueda de prensa en 1999, cuando le concedieron el Nobel, para rechazarlo porque había una situación en su vida que le hacía, aunque fuese de manera mínima, inmerecedor de tal premio. En el más bajo escalafón posible, sí, tal vez, pero él estuvo en las SS, no hay duda de ello, y esto es incompatible con el espíritu que debe guiar a un escritor que recibe el máximo galardón. Cierto que el premio se concede a la excelencia literaria, pero es indudable que si Sartre lo rechazó como gesto político y si Pasternak fue obligado a rechazarlo por presión política, Grass debería haber asumido que no podía sustraerse de la dimensión política –máxime cuando él mismo la usaba a conveniencia a diestro y siniestro– y esa dimensión política lo acuciaba a enfrentarse con las víctimas de las Waffen-SS. Pero Grass ante sí mismo solo adopta el papel de un atormentado que sufre. Sinceramente, no es creíble, nada creíble. Se salvó de ser juzgado como se salvó de ser juzgada toda la Alemania cómplice de omisión.

Me pregunto qué habría ocurrido si el propio Grass no lo hubiera contado, si el hecho hubiese sido descubierto por algún periodista. Tal vez, en ese caso, se le reprocharía con crudeza su silencio –en vez de justificarlo o minimizarlo–, tal vez sería tachado de escándalo, tal vez sería juzgado porque se habría recelado del motivo de su ocultación, quién sabe.

Es muy liviana la frontera entre la complicidad involuntaria y la voluntaria. Cuando se es un intelectual de referencia mundial, esa complicidad no puede obviarse o disfrazarse de nimiedad, siempre es innoble y gigantesca. En el umbral del reconocimiento público, uno mismo ha de tener el valor de decir no y de pedir perdón. No he visto en ningún sitio que el señor Grass haya pedido perdón a un solo judío. Sí lo hizo –con mucha autocompasión– ante sí mismo. En conclusión, no se han disipado mis dudas, al menos sobre este asunto. Sigo sospechando del señor Grass.

 

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados