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Amar Madrid

Umbral-Madrid

 

 

 

 

 

 

 

 

2 de mayo
Día festivo en Madrid. Como en un largo matrimonio, la complicidad nos une, a Madrid y a mí. Pero, ¿la fiesta de hoy qué celebra? Un error. A comienzos del XIX se genera lo que yo creo que es la clave del Madrid actual (y de la España actual): la relación truncada con Francia y lo francés. Lo afrancesado, en 1808, era lo moderno y progresista, lo revolucionario, frente a lo ultranacional-borbónico, equivalente en esencia, ayer como hoy, a lo ultramontano y reaccionario. Y lo francés fracasa en España. Madrid escenifica, ayer con sangre y hoy con discursos, ese fracaso: el mito fundacional representado por el Dos de Mayo. Un error y un síntoma.

Amo Madrid. Y me duele Madrid. Por eso, de repente, pienso que Madrid es una ciudad incomprendida. No una ciudad desconocida, pero sí una ciudad solo entreabierta. Pienso en ella como escritor, y me pregunto qué clase de novelas iluminan o narran esta ciudad. Descubro entonces que Madrid no es leída como ficción, sino como incógnita. A veces como una ciudad heroica. Siempre desde la perplejidad. Y reconozco que Madrid es, desde hace casi cincuenta años, una pregunta que me he hecho muchas veces.

Toda respuesta a esa pregunta ha de partir de un vínculo electivo. ¿Cómo se gesta tal vínculo? He llegado a la conclusión de que únicamente desde el desdoblamiento: viéndose uno mismo vivir en la ciudad elegida. Ese vínculo no siempre es el mismo que nos une con nuestra ciudad natal. El vínculo electivo es posterior. Tiene que ver con el enamoramiento. Una ciudad natal compromete mediante el parentesco, pero una ciudad elegida atrapa con la pasión amorosa.

Escribió Umbral: “Madrid es una ciudad llena de Madrid” Y añadió: “Y esto es lo que asombraba a un chico de provincias”. Tardé años en constatar que lo que me maravillaba de Madrid provenía del impacto que la ciudad me causó cuando, de niño, en un viaje con mis padres a la capital con motivo de una boda, no pude pegar ojo en el hotel donde nos hospedábamos, excitado por el ruido que llegaba de la calle durante toda la noche hasta el amanecer. De modo inconsciente, en aquella ocasión elegí Madrid para siempre. Las ciudades son literatura en tanto que son parte moldeable de un mundo simbólico, de un relato narrado a nosotros mismos. Es decir, crean la coyuntura para que la literatura se produzca.

Sé, como todo el mundo, que no es una ciudad fácil. No es hermosa, aunque tiene un singular atractivo; tiene personalidad y carácter, es seductora y morbosa, y, en tanto que ciudad dura y esquiva, tarda un tiempo en ofrecer todo lo que contiene. Es una ciudad sin purezas. Sigue siendo una ciudad que perdió un imperio y aún lo anhela, barroca, festiva, insomne, feroz, amable, generosa, cruel, realista, soñadora. Madrid es una ciudad hecha contra sí misma, y materializada por quienes hemos venido a Madrid a curar heridas, a alzarnos, a prosperar.

Siempre he asociado Madrid con la libertad. Quizá porque siempre ha sido costoso conquistarla en sus calles. Pero también porque es una ciudad desinhibida en la que todo es posible. “Madrid es meterse las manos en los bolsillos como nadie en el mundo”, decía Ramón Gómez de la Serna.

El mal de Madrid es el localismo ‘castizante’. Tiene gracia su irreductible costumbrismo, pero es un obstáculo a la hora de avanzar en la Historia y no perder el ritmo de la modernidad. La cadena de casticismo identitario es larga: el mundo de las corralas se reproduce en el sórdido fresco social del Madrid de ‘La colmena’, de Camilo José Cela, y se proyecta en el Madrid de la Movida. Es también el Madrid de Benet, de García Hortelano, de Longares, con quienes regresa la literatura ‘afrancesada’, no menos castiza, pero con un whisky escocés en la mano.

Y ese whisky es Umbral, el gran profeta de Madrid. Único y excesivo, Umbral es un escritor-hoguera. Hay escritores así, que lo queman todo y al final, con su propia muerte, se queman a sí mismos. Pero si hay un nombre asociado a una imposible identidad de Madrid, ese es, además de Galdós, Francisco Umbral. Para él, Madrid es, en primer lugar, una idea, que se transforma en ciudad después. Y lo hace marcada por “la totalidad del presente”. Madrid vive al día. Umbral lo descubre; comprende, además, que Madrid supone una novela simultánea que está ahí para ser leída. La idea de simultaneidad (ficción y no ficción, presente y pasado, narración y digresión, personaje y autor) es la gran aportación de Umbral, quizá sin saberlo, a la ‘novela de Madrid’, a la literatura en general incluso.

Como toda ciudad que es una suma de gente sin raíces que defender ni orgullos por los que matar, Madrid no añora, no conoce la nostalgia, va hacia delante, no inventa posturas radicales sobre su identidad, porque la palabra antimadrileña por excelencia es la palabra identidad. La única identidad de sus calles y de su historia solo puede ser la de la heterogeneidad como principio. Y el paganismo: los símbolos de Madrid son paganos y profanos: un oso, la diosa Cibeles, el dios Neptuno y la Mariblanca (¡que es Diana o Venus!). Esta es la dialéctica de Madrid, su lectura real: el cambio de una ciudad que siempre se ignoró a sí misma hacia una ciudad que cree firmemente en sí misma. Ha tardado mucho en empezar a hacerlo. Todavía no lo ha conseguido. Por eso tiene futuro.

 

 

 

 

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados