19 de octubre
El gregarismo, el amontonamiento, la acumulación, la globalización numérica, la uniformidad, el mimetismo, el colectivismo, todo esto son facetas de la disolución de lo individual en el océano de la masificación. Hay muchas causas, se me ocurren unas cuantas: a) la intercomunicación inmediata de las redes sociales; b) la propensión a buscar previamente el ‘sí’ o el ‘no’ de las mayorías ante la disyuntiva de optar por cualquier asunto, gusto estético o idea política, creyendo que eso es ‘democracia real’; c) el miedo a quedar fuera de las ortodoxias tribales de la sociedad globalizada y sentirse desubicados en la contemporaneidad; d) la paulatina renuncia a un pensamiento libre y formado en beneficio de un relato común, pasivo y encapsulado; e) el rechazo generalizado a las verdaderas diferencias y la aprobación, en cambio, de la diferencia entendida solo como matiz (lo que tiende a igualarnos a todos bajo la falsa capa de que todos somos únicos). En fin, muchas son las causas y síntomas del apelotonamiento mimético ante la estrecha puerta de la universalización, donde se nos crea la ilusión de vivir en la atmósfera de un magno espectáculo informe e ininterrumpido.
Esta reflexión me ha venido a raíz de leer, en la versión digital de un periódico tan serio como El País, un titular propio de los taimados secuestradores de niños de ‘Pinocho’ que decía: “¿Quieres saber la fecha de tu muerte?”. Se trataba de una noticia que remitía a una página web de análisis estadísticos. En ella, se proponía un juego prospectivo que unificaba cuantitativamente a todos los miles de millones de habitantes de nuestro planeta Tierra y deducía datos como a qué edad fuiste el número mil millones, a qué edad el dos mil millones, etc., o qué lugar estadístico ocupas en el mundo (es decir, cuántos miles de millones ha habido antes de tu nacimiento y cuántos hay a partir de él), pudiendo verse, en un contador frenético que aparecía en una esquinita de la pantalla, el número de personas que nacen y mueren de continuo en el momento en que estás mirando la pantalla. De esos cálculos extrapolados, donde se suceden la vida y la muerte simultáneamente, se podía colegir, por último, el dato que es imposible sustraer a la curiosidad: el conocimiento preciso de cuándo va a morir uno. El programa decía, sin piedad y con exactitud, el día y la hora de mi fallecimiento (podría aventurarse incluso el lugar), obviando factores secundarios como una enfermedad repentina, un accidente o el asesinato.
Todo esto, que yo achaco a una saturación de información, en realidad es parte del juego de mesa solitario que es nuestra vida, repleta ya de, digamos, toneladas de ‘trivialidad occidental’. Y en ese juego, consumimos datos, referencias numéricas de cosas y sucesos, por absurdos que estos sean, aunque no sepamos para qué. Sin embargo, como demuestra el científico y Premio Nobel de Física Steven Weinberg en su libro ‘Explicar el mundo’ (Taurus), de reciente aparición, hubo momentos de la historia de la humanidad en que los datos ‘explicaban’ realmente algo, eran sustanciales para entender lo que nos rodea. Sin menoscabo del camino de la ciencia, que prosigue profundizando en el Universo en busca de la única certeza que nos expliquen lo que somos, a saber, una anomalía autodestructiva en un contexto de fenómenos regulados, ahora los datos numéricos superfluos se acumulan en nuestro parco entendimiento y, más que explicar, ‘adornan’ nuestro mundo de banalidad. Si Arquímedes, en el siglo III a. de C., ya escribió un libro de título maravilloso, ‘El calculador de arena’, para calcular los números grandes que midieran hechos, duraciones o longitudes enormes (por ejemplo, el número de granitos de arena que se necesitan para llenar la esfera de las estrellas fijas, ni más ni menos), ahora, que podemos calcular el número astronómico de galaxias y de estrellas existentes, o el sentido archiplural y pluridireccional del tiempo, o el nanogrosor de una sutilísima lámina de grafeno, los grandes números nos llegan a nuestra vida cotidiana como el discurso de esos charlatanes que siempre ha habido, que ofrecían ungüentos y sanaciones milagrosas, diciéndonos como ellos, en la comodidad de nuestros hogares felices, como quien no quiere la cosa, qué día, a qué hora y en qué lugar de la humanidad moriremos. Y cuando eso suceda, sé de buena tinta que no tendrá la más mínima importancia. Pero qué digo: hace muchos, muchos siglos que ese hecho, la propia muerte, no tiene la más mínima importancia universal.
20 de octubre
En ‘Explicar el mundo’, Steven Weinberg habla del gran poeta y astrónomo persa Omar Jayam (1048-1131). Bueno es recordarlo ahora. Su poesía sabia, sensual, celebradora de la vida, subversiva de la ignorancia y lúcida sigue siendo leída en todo el mundo por su vigencia y su belleza. Pero no toda su obra, reunida en los poemas que él definió como ‘rubayyats’, ha sido traducida ni publicada. En sus poemas hay múltiples alusiones a la ciencia, a la naturaleza como fuente de conocimiento y de placer, a la astronomía –¡fue el director del observatorio de Isfahán, uno de los lugares más luminosos de la Edad Media!–; su poesía es la poesía de un sabio ateo, literato libre, científico riguroso. Desde su muerte, su obra ha estado y está censurada en todo el mundo islámico. Los fanáticos coránicos, hoy tan en boga, lo tildaron de “serpiente venenosa para la ‘sharía’”. Jayam está en la estela de Galileo, de Bruno y de todos los que han aportado una mínima luz racional a la negrura embaucadora de las religiones. ¡Brindo por Jayam, “serpiente venenosa para la ‘sharía’”, como no podía ser menos!
© 2008 Adolfo García-Ortega Todos los derechos reservados