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El inimitable Gonzalo Suárez

Walter Benjamin/Graham Greene

 

 

 

 

 

 

 

 

11 de febrero
El muñeco mecánico, de latón, que está situado en lo alto de mi biblioteca es una figurita que representa a un hombre con sombrero, gabardina y una gran maleta. Es un pequeño autómata al que hay que dar cuerda con una llave para que avance a la vez que mueve un brazo acompasadamente. ¿De quién se trata? ¿Es un viajero, un representante de comercio, un turista, un fugitivo, un exiliado o solo un hombre que se desplaza? Me gusta pensar que puede ser todo eso a la vez, según el capricho de mi voluntad, cuando alzo la mirada y lo veo allá arriba, en el extremo de un estante.

Un autómata similar aparece en ‘Epílogo’, la película que Gonzalo Suárez rodó en 1984, hace ahora treinta años. No sé si es casualidad que yo haya acabado teniendo una figurita igual, porque aún recuerdo el fuerte impacto que me produjo esa película en su día. Tiene dentro de sí un mecanismo que la hace imperecedera: es un laborioso engranaje de literatura y cine, lo que convierte a ‘Epílogo’ en un artefacto, con piezas hechas a base de historias dentro otras historias. Los franceses, que han sabido poner nombre a todo, llamaban a ese tipo de arte literario ‘littérature de tiroir’, por ser historias que se abren como si fueran cajones de un mueble.
‘Epílogo’, entonces y ahora, es considerada una obra maestra, una obra emocionante y vigorosa que supone la referencia perfecta de un modo único de concebir el cine: desde la libertad absoluta de un director singular. Es la misma estela libertaria –y no es gratuita aquí la palabra ‘libertaria’– en la que se inscriben Haneke, Tavernier, Rossellini, Fellini, Erice o Angelopoulos, por citar, desordenadas, algunas personalidades únicas en su arte. Entre este tipo de directores cinematográficos se sitúa Gonzalo Suárez, porque es una figura única.

Ser único supone dialogar en el vacío de lo excepcional, que es el precio a pagar por abandonar la manada. La unicidad, además, tiene la servidumbre de lo intransitivo: se sabe de dónde se procede, pero no se sabe si habrá una continuidad. El cine de Gonzalo Suárez, como su literatura –porque ambos, cine y literatura, están en él al cincuenta por ciento, lo que le hace aún más único si cabe, emparentado en eso solo con Pasolini, quizá–, no se prolongan en una escuela, en unos seguidores o en un estilo. Su arte es intransferible. El don o el talento no permiten herederos.

Como escritor, está poseído por los efectos del juego y de la sombra, de las tramas negras que se pierden en el laberinto de sí mismas (léase su novela ‘El síndrome de albatros’, o todos sus relatos en ‘Las fuentes del Nilo’). Se sabe que procede de mitos manifiestos como son Don Juan, Fausto, Hamlet, los grandes océanos literarios de Cervantes, de Shakespeare, de Byron, el género de la novela negra… Como cineasta, se emparenta con la ‘Nouvelle Vague’ –quizá el que más–, y quizá por eso encuentra raíces muy enterradas en determinado cine norteamericano. 

Es obvio que Gonzalo persigue algo en toda su obra. Persigue alcanzar un logro escurridizo, un efecto equívoco: constatar que lo que es no es como parece. Esta óptica se puede aplicar a todo lo suyo: desde ‘Don Juan en los Infiernos’ a ‘El portero’, pasando por esa película ‘inespañola’ (si cabe aplicar un término tan hermosamente apátrida) que es ‘Remando al viento’. Busca Gonzalo capturar la posibilidad de algo escondido en lo real. Juega con las hipótesis de que esa posibilidad sea, a su vez, un misterio maravilloso o un destino terrible, no importa, siempre y cuando encierre algo nuevo. Y así hasta el infinito. Una vez quiso hacer una obra de espejos que se reflejaban unos a otros de manera constante y, por tanto, infinita. Y lo consiguió. La finitud de las cosas, de las emociones, de la temporalidad, le inquieta y atormenta a Gonzalo Suárez, como si de pronto ya hubiese llegado a entender en qué consiste el mecanismo de este juguete-artefacto que es la vida. Pero en sus obras –cine, novelas, periodismo–, nunca ha dejado de abundar con creces la sorpresa por el ser humano (como en su película ‘Parranda’). No el ser humano como masa, porque él siempre dice que no sabe qué es eso que llaman ‘gente’; él solo cree en el ser humano uno por uno, el que es diferente dentro de un grupo de iguales. En suma, el que es único.

En las películas y novelas de Suárez lo que es azaroso genera de pronto una extrañeza absoluta. Hace que nos preguntemos a menudo, como se pregunta él, qué diablos habrá allí, al otro lado de las cosas. Enfrentarse a una incognita o a un portento, eso es lo que lleva a Gonzalo Suárez a escribir o a filmar. En eso no ha dejado jamás de serle fiel al espíritu lúdico, inocente y ligeramente perverso, de su nombre fetiche: Ditirambo, como llamaban los griegos a los poemas dionisíacos, vitales, amorales y chispeantes.
A veces se pirra por hacer una pirueta. Y tiene la sabiduría de quien sabe que ha elaborado un arte propio durante muchos años de tanteos, como asaltos pugilísticos. Es un boxeador que ataca, pero sabe que en realidad el gran combate se gana a los puntos. O porque el contrario arroja por fin la toalla.

No he visto nunca a nadie admirar una jirafa como a Gonzalo Suárez. Creo que en el fondo, después de mil y una coincidencias, lo que más me une a él es la fascinación por las jirafas. Por todo tipo de jirafas.

 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados