1 de diciembre
Hay novelas que dejan ecos inolvidables, como una imagen o un sabor que se quedan a vivir en el recuerdo y producen una sensación retrospectiva de confortabilidad. Me sucede con las dos grandes novelas de Guillermo Cabrera Infante, ‘Tres tristes tigres’ y ‘La Habana para un infante difunto’; las leí en su tiempo con tanta admiración como alegría. Tengo de ellas un recuerdo feliz porque son una fiesta permanente de las palabras y de la creatividad literaria. Eso era Cabrera Infante, un creador puro, un ‘recreador’ incansable; lo era de un solo tema, Cuba, es cierto, pero supo hallarle mil variantes a La Habana de su juventud. Pienso en esto mientras leo ‘Mapa dibujado por un espía’ [Galaxia Gutenberg], su sorprendente novela póstuma recién aparecida. Es una novela memorialista que relata el desengaño hacia todo lo que supuso la revolución, vivido por el propio autor de un modo kafkiano cuando regresó a La Habana con motivo de la muerte de su madre, en 1965. Biográfica, cautivadora, extremadamente sincera y traspasada por un espíritu sombrío que va adueñándose de la narración, muy personal, muy de crónica puntillosa, pero en un blanco y negro del alma; es como si le hubiese dado la vuelta al calcetín de aquellas dos novelas anteriores, mágicas y pletóricas, y lo que ahora sale a la luz es el absurdo de un comunismo feroz y represivo (como todos lo son). La novela muestra un mundo en ruinas, encorsetado y grisáceo, en donde una vez hubo vida y ruido. Quien haya conocido los países comunistas puede hacerse una idea de lo que es un mundo gris y vacío. O lo era, afortunadamente. Salvo Cuba, que aún sigue como anacronismo ‘castrador’.
Conocí a Guillermo en el 2000, cinco años antes de su muerte, al poco de ser nombrado director de Seix Barral; lo primero que hice fue ir a visitarlo a Londres. El de Cabrera Infante era un nombre mítico y señero de la editorial, unido umbilicalmente a su historia desde que ganó el Premio Biblioteca Breve con ‘Tres tristes tigres’ en 1964. Él tenía vagas referencias de mí, y ninguna, me dijo, le tranquilizaba. Quería saber, sobre todo, si iba a publicar la biografía de Camilo Cienfuegos que había escrito su amigo Carlos Franqui. Me lo dijo con la malicia de quien tendía una trampa. Yo no pensaba publicar ese libro, necesitaba títulos más comerciales, y tenía la intuición de que ya había pasado el momento de libros así. Miré sus ojos chinos y entendí el mensaje. Reaccioné rectificando: “No pensaba hacerlo, pero basta con que tú lo quieras para que yo lo publique, aunque no vendamos ni uno”. Un tiempo después recibí a Franqui en Barcelona; me cayó bien, pero era un cubano triste y pesaroso, con voz temblona, que había sido muy famoso tiempo atrás por ‘Retrato de familia con Fidel’ y ahora acumulaba carpetas con recortes de prensa sobre arte y sobre él mismo. Me apenó; había pasado su hora.
En los años siguientes, hicimos luego muchas visitas al 53 de Gloucester Road, en South Kensington, la casa de Guillermo y de su mujer Miriam Gómez. Siempre venía conmigo Elena Ramírez, mi amiga y compañera en la editorial. Guillermo solía citarnos en su casa sobre las cinco de la tarde. Entrar en aquel salón-cueva-biblioteca, con libros apilados hasta el techo que forraban la estancia de una segunda piel de papel impreso, tenía algo de iniciático y ritual, también de afectuoso y cálido. La voz de Miriam Gómez alargaba las sílabas, llamaba a la gata (no era ya, claro, el mítico gato Offenbach), nos ofrecía té a la vez que nos explicaba alguna receta o nos daba alguna clave del mundo de su marido; Guillermo, mientras tanto, arrellanado en su sillón, comentaba cosas menores para luego ir creciendo hasta los recuerdos y las anécdotas mayores, relatadas como relataba en sus novelas, pausada e ingeniosamente, con frases paradójicas que luego desmenuzaba. Fue en aquella casa donde el 16 de marzo de 2003 vimos los cuatro juntos, en directo, la rueda de prensa que, desde las Azores, dieron Bush, Blair y Aznar. ‘Tres comemierda’, dijo Guillermo, escandalizado por la ridícula escena.
Por sistema, solíamos continuar la charla en uno de sus restaurantes favoritos –y cercanos–, la ‘Bombay Brasserie’, un hindú sofisticado al que solían ir actores y actrices. Una vez nos contó la historia de su mítico guion ‘Vanishing Point’, llevada al cine sin entusiasmo por Richard Sarafian, con quien no hubo la menor química. Esa película, aquí llamada ‘Punto límite: cero’, seguía reportándole algún beneficio cada año porque se proyectaba continuamente en misteriosos circuitos de países asiáticos, semiculturales o semitelivisivos, no sabía.
Otra de las noches, en la ‘Bombay Brasserie’, Guillermo nos habló con ternura y diversión de Calvert Casey, un escritor singular, pasoliniano, invisible. De él yo conocía su traducción –aparecida en Seix Barral en un español extraño– de ‘En las montañas de la locura’ de Lovecraft. Para Guillermo, Casey era un hombre atormentado, angustiado por ser perseguido, pero también una especie de ingenuo fervoroso y aislado, quizá como el propio Lovecraft, con quien Casey se sentía significativamente identificado. Precisamente ‘en una montaña de locura’, Calvert Casey se suicidó en Roma en 1969, desesperado por no poder vivir la revolución desde su homosexualidad, porque en Cuba ser homosexual era (y es) contrarrevolucionario. María Zambrano, que lo conoció, dijo de Casey que estaba “herido por la luz”. No sé qué puede significar eso –Zambrano siempre ha escrito difícil, la verdad, y con demasiada imprecisión alegórica–, pero si Casey vivió en La Habana de 1965, solo podía herirlo la más sórdida negrura. La misma negrura que cuenta en su novela G. C. I.
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