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EL CRUCERO

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Mi problema con los cruceros es que no los entiendo. Digamos que sé cómo son, tengo, como todo el mundo, un cúmulo de imágenes de cruceros y de su vida a bordo. Incluso poseo alguna experiencia personal de viaje en barco, pero no soy capaz de conectar mínimamente con el sentido último de los cruceros de lujo masivos, llamados también cruceros de placer. En ‘Muerte entre líneas’, Donna Leon describe su presencia como la de “gigantes que tapan la vista de la ciudad, la luz del sol y cualquier sentido de percepción de las cosas”. Cual inmensos edificios llegados por mar –a Venecia, a La Coruña o a Sídney, por ejemplo–, esos barcos atracados en el puerto tienen la forma y el volumen de construcciones de más de 17 plantas, con capacidad para 5.000 pasajeros y 1.000 personas de servicio y tripulación. He visto salir de ellos a seres atolondrados que parecían no saber ni dónde estaban ni qué día era. Salían en masa. Aquello parecía una manifestación o una invasión.
Al verlos, siempre recuerdo lo que David Foster Wallace escribió de ese tipo de pasajeros: “Hay algo ineludiblemente bovino en un turista americano que avanza como parte de un grupo”. Bovinos, sin duda, y desconcertados. Wallace, en su libro ‘Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer’, cuenta su experiencia a bordo de uno de esos barcos hipertróficos. En 1995, la revista Harper’s le pagó un crucero de siete días por el Caribe. Recordaba al de la serie televisiva ‘Vacaciones en el mar’ de los años setenta. Wallace llama al crucero “la Fantasía Vacacional Suprema”, hecha de lujo y de placeres, y eso es precisamente lo que es, una fantasía llevada teóricamente a un máximo de éxtasis ideal que termina en un mínimo de realidad efectiva. Los cruceros se revelan como lugares donde no pasa nada realmente, porque todo aboca a la pasividad, en una atmósfera de febril y falsa actividad. La paradoja de los cruceros: una burbuja de plástico flotante que engendra vacío.
Mi impresión es que los cruceros son tristes y esa tristeza proviene de la falsedad que suponen. Todo en ellos remite a un pacto de impostura aceptado de antemano: por mucho que te lo creas, no estás en el paraíso, no eres un privilegiado, te han sacado los cuartos y nada de lo que te ofrecen tiene una mínima espontaneidad. Esa tristeza de media sonrisa causada por la falsedad es algo difícil de captar, de entender y menos aún de simplificar. Quizá porque a esa sensación aguda de inautenticidad se une la no menos aguda sospecha de formar parte de una selección final. Porque, en un crucero, lo que parece concluir es la vida. Un crucero simula el acto culminante de la despedida. En esas travesías organizadas hasta el ridículo se escenifica una compleja trama de conclusiones sociales, de reparto de premios, de merecidas recompensas. Es la teatralización del dictamen del Juicio Final: “Fuiste bueno en vida, pasa al cielo por excelencia… ¡este crucero infinito!”.
Como sugiere Wallace, en el crucero se gestiona el placer de manera completa y delegada. No tienes que pensar, todo te lo hacen, de modo que solo seas una especie de gozador entusiasta y constante, sin resquicio para el pensamiento natural inmanente a los cruceros: el suicidio. (Es curioso, porque ese fue el destino del propio Wallace: acabó con su vida unos años después –¡cómo mejora un escritor cuando muere a los cincuenta!–, pero supongo que aquel crucero que hizo, y que, como él mismo dijo, “nunca volvería a hacer”, no tendría nada que ver a la hora de elegir la horca).
La palabra omnipresente y omnímoda del crucero es ‘relajación’. Todo va orientado al relax, que es un modo de decir al abandono. El cuerpo se desentiende de sí mismo, se afloja, se deja llevar, se desliza, se enajena y se expone en toda su desnudez. El inconveniente –un precio a pagar– es el mareo. En un crucero, el mareo tiene diversos grados, desde la palidez hasta llegar al color verde, este a su vez con varias tonalidades. Recuerdo un caso, cuando de joven trabajé en la Pepsi Cola de Palma de Mallorca. Se trataba de un pasajero con el que compartí camarote en uno de los barcos nocturnos que iban de Valencia a Palma. No solo estaba literalmente verde oliva, sino que el hombre, incapaz de erguirse, únicamente podía caminar a cuatro patas sin vomitar, incluso a cuatro patas bajó por la escalerilla y a cuatro patas lo perdí de vista por el muelle a la mañana siguiente, con su rostro entonces verde pistacho. Lo que pude concluir de aquella experiencia personal es que la Pepsi, al menos en los años setenta, quitaba el mareo.
Wallace también analiza las Excursiones Organizadas en Tierra, que son la cara b de los cruceros, momentos de recuperación terráquea en que compras los regalos y te crees enfáticamente la envidia de los nativos de las ciudades en las que el crucero atraca. Forman parte, junto con el Show, de la vida acartonada de los cruceros. Porque el Show, la actuación musical-circense colectiva, una especie de bingo generalizado en el que todos mueven la colita en medio del océano, es la guinda monstruosa de los cruceros de lujo masivo.
A veces el mar se venga de la idiotez por medios dramáticos. Mítico es el ‘Titanic’, protocrucero crucero donde los haya; mítica es ‘La aventura del Poseidón’, película que nos hizo ser más de secano aún. Pero el símbolo del mar vengador es el ‘Costa Concordia’, aquel transatlántico varado y volcado por la mitad en 2012 cuyo capitán, Francesco Schettino, salió huyendo para caer directamente en un plató de televisión (y un poco de cárcel). Cuando la catástrofe irrumpe en un crucero, lo que aflora en los rostros del bovino pasaje es una mueca tragicómica de sorpresa inesperada, aturdidos aún por la “flatulencia de los dioses”, que es como Wallace llama a la bocina atronadora de esos barcos. El crucero, en fin, como juguete de Neptuno.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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