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EL FEMINISMO

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Estamos asistiendo a un cambio de civilización en todos los sentidos, pero básicamente pivotado sobre tres puntos: uno es el cambio climático, otro la transformación de la democracia representativa, y el tercero la revolución feminista. Si algo define el presente y definirá más aún el futuro es el feminismo. No verlo es no querer verlo. No asumirlo es no querer entender los cambios necesarios. No entenderlo es incurrir en una profunda necedad. Necesario. Revolucionario. Consecuente. Eso es el feminismo tal como se presenta hoy, con su provocación y su naturalidad. Vano es no entender como inapelable el hecho de que, como dijo Victoria Camps, el siglo XXI es el siglo de las mujeres.

El feminismo consiste en el empoderamiento de la mujer desde ópticas diferentes, pero todas parten del paso adelante dado por las mujeres en busca de su igualdad social y de su ubicación en un sistema político-cultural paritario. Por fin, desde las sufragistas de inicios del XX, la voz femenina se encuentra con ella misma y se replantea su rol hasta las últimas consecuencias. Y ese rol está cambiando.

Un cambio que se da en el lenguaje, en la literatura, en las artes, en la política, pero no es suficiente: ha de darse en la vida cotidiana. Ahí el papel de la mujer necesita acelerar el cambio. Quizá sea preciso ir al extremo para logran salir del enterramiento, haya que tirar fuerte de las hojas para arrancar la planta de raíz. Hay que gritar para romper el silencio. Es lo que hace Cristina Morales, con su Lectura fácil, libro imprescindible para leer el cambio en bruto, sin pomadas. Y pone a muchos, muchos hombres ante el cuestionamiento del universo masculino: cuestionamiento que lleva a crítica, y esta a crisis, y esta a cambio, y esta a evolución. Al cambio se opone el discurso –innegablemente retrógrado– de una refundación machista y ‘masculinista’, por así decir, de los roles sociales; la vuelta del arcaico y católico papel de la mujer entre la puta y la santa. Una involución, vamos.

Una serie de mujeres, pensadoras y escritoras, me viene a la cabeza al referirme al feminismo. Se han vuelto intensamente actuales Emilia Pardo Bazán, Concepción Arenal, Clara Campoamor, Simone de Beauvoir, Virginia Woolf... Pero traigo aquí otros nombres de lectura fundamental: Annie Proulx, Margaret Atwood, Monserrat Roig, Carme Riera, Carmen Martin Gaite, Annie Ernaux, Wisława Szymborska, Idea Vilariño, Laura Freixas, Nuria Varela, Graciela Rodríguez Alonso, Elvira Navarro, la siempre magistral Anna Caballé… la siempre intuitiva Leila Guerriero… la siempre batalladora Elvira Lindo. O escritoras más jóvenes y asombrosas como Alba Carballal, Alba Ballesta, Elisa Levi, Alejandra Martínez de Miguel, Elvira Sastre, Alejandra Parejo, Elena Medel, Luna Miguel, Txani Rodríguez, Aixa de la Cruz, Lucía Baskarán… La lista es enorme.

Hace unos años escribí un artículo sobre la polémica generada a raíz de que la ministra Bibiana Aído dijese la palabra “miembra”. Rescato algunas ideas de entonces:
“El problema de la palabra “miembra” –escribía yo en 2008– es que se enfrenta directamente a “miembro”; lo refleja, lo varía, lo feminiza. Le quita su dominio, en todo caso, lo reta a que reparta papeles y derechos, lo destrona, lo divide. Con otra palabra tal vez no pasaría lo mismo. Pero es que miembro es una palabra muy patrimonio del varón. Es ‘su’ palabra por excelencia, la que acarrea todas las gracias de los chistes presuntuosos, la que remite a fantasías eufemísticas, y la que le hace ser miembro, nunca mejor dicho, del colectivo de la masculinidad universal: el ‘miembro’ le hace miembro de esa morfología que llamamos hombre. Por eso, para muchos varones de cualquier cultura y lugar del mundo la mujer se define como un ser que no tiene miembro. Así de simplista y así de complejo. Sobreentendido, obviamente, ‘miembro viril’, segunda de las acepciones del vocablo ‘miembro’ en los diccionarios. ‘Miembro’ es una palabra intocable, casi sagrada en su género –o condición epicena, para ser exactos– por representar algo muy profundo y básico de lo masculino. He aquí, entonces, que ‘miembro’ y ‘varón’ están muy unidos, demasiado unidos entre sí. Incluso a una gran mayoría de hombres, cuando le tocan precisamente el miembro-palabra, algo muy profundo en su subconsciente se remueve y se incomoda: eso es sólo cosa suya y de nadie más.

“Los malos tratos, la violencia sexista, la pederastia (casi exclusivamente como una aberración masculina) y la explotación sexual y laboral de la mujer, además de la sutil desigualdad doméstica que pasa por ‘normal’, tienen como sustrato esa identificación con el ‘miembro’, que se asocia únicamente a la parte del hombre a la que va unido el resto de su cuerpo, incluido su cerebro. Ahora lo que le ha dado miedo a muchos varones es que al miembro, por fin, le ha salido una posible variante liberadora, la posibilidad de que la mujer también lo pueda ser sin tener que renunciar a su identidad de mujer, es decir: por fin puede ser miembra.”

Gracias a las grandes escritoras y pensadoras pasadas y a las filósofas y analistas actuales, los asuntos claves relacionados con la mujer están cambiando a toda velocidad para bien de la sociedad. Se dice y con razón que la igualdad absoluta entre hombres y mujeres, incluso en un grado escrupuloso de paridad, aporta a la sociedad una renovación y una mejora. El riesgo –magnificado por los detractores del feminismo– es que, en algunos momentos o situaciones puntuales, el feminismo adopte formas y discursos machistas, excluyentes y antimasculinos, pero quizá haya que asumir ese riesgo como el ínfimo porcentaje que es en el conjunto del diálogo por la igualdad. En cualquier caso, quizá a los hombres nos venga bien recibir un poco de nuestra propia medicina, para espabilar.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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