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LO OPACO TRANSPARENTE

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Escribo esto hoy, día veinte de confinamiento por la pandemia. No daré detalles de lo que hago o dejo de hacer dentro de mi casa, de la que únicamente salgo para comprar comida sin encontrar a nadie más que a policías y a dos o tres personas aisladas que, como yo, cruzamos una Gran Vía absolutamente fantasmal. Tan solo me pregunto qué mundo habrá después, ahí fuera. Me lo pregunto como haría quien es capaz de ver en la transparencia de lo opaco, todo un ejercicio de imaginación. Lo primero que siento es que vivimos en una extraña inconsciencia, como si nos hubiéramos desgajado del devenir de los hechos y estuviéramos esperando algo innominado, que podría ser catastrófico, pero que también podría ser todo lo contrario, renovador. Por eso, por esta incertidumbre un tanto sonámbula, vivimos el confinamiento como un gran paréntesis.

Pero en realidad es un túnel. Y vamos por la mitad de ese túnel. Calculo cuarenta o cincuenta días de encierro prescriptivo. Estamos en un túnel oscuro y desconocido, cuyo final no sabemos cómo es, ni si acabará en la luz o acabará en un abismo, ni si será corto o será largo. Más largo todavía, quiero decir.

Lo que parece es que hemos entrado en el túnel que lleva al siglo XXI. El siglo XX está terminando ahora, en el primer semestre de 2020. Igual que el siglo XIX acabó en el verano de 1914. Igual que el siglo XVIII terminó en Waterloo. Lo que parece ya obvio es que estamos dando el salto cualitativo hacia una nueva sociedad inevitable, de la cual veníamos experimentando una especie de prólogo, o de sumario, más bien, en el que se apuntaban ya los temas claves de esa sociedad que, dentro de poco, cuando se salga del túnel, iniciará su camino para desarrollarse con toda su fuerza y con toda su esperanza. Pero lo hará después de los dolores de parto a los que nos veremos abocados, ojalá que no por mucho tiempo y ojalá que no muy intensos.

El sumario de los asuntos clave de esa sociedad nueva comprende la necesidad de una pluralidad de respuestas sobre cuestiones como la habitabilidad de las personas en las ciudades masificadas, la eclosión de las diversas sexualidades, la igualdad absoluta de género, el cuestionamiento de las organizaciones familiares, la alimentación, la representación política, la información de calidad –su veracidad, su flujo, su origen–, la formación intelectual de las personas, la globalización tecnológica y el dominio de las máquinas, los movimientos migratorios y la disolución de las identidades nacionales. Pero por encima de todas esas cuestiones, el asunto que será replanteado desde sus cimientos será el de la desigualdad, abordando de un modo efectivo la necesidad de equidad en la distribución del trabajo y en la actividad productiva. El sentido del dinero cambiará radicalmente, si no de golpe, al menos paulatinamente, y lo hará, no ya en cuanto a su valor, sino en cuanto a su existencia como precio y como deuda. El dinero pasará a ser una abstracción y el intercambio, mediante elementos virtuales, no precisará de un referente de valor, sino de distribución.

Por todo esto, medio utópico y medio distópico, tengo la extraña sensación de acabamiento cultural. Vivimos el gozne entre civilizaciones, entre el fin de una vieja y el comienzo de una nueva. Vivimos en el filo del cambio de eras. Y en ese filo, pese a las lógicas predicciones y a los buenos deseos más o menos realistas, lo cierto es que todo está aún por decantarse a un lado o a otro de ese filo. Es decir, puede que vivamos el inicio de algo positivo y, en consecuencia, la sociedad vaya a mejor en todos esos temas antes sumariados. O puede ser que asistamos al inicio y prolongación de algo muy negativo que tienda a empeorar.

No es que no lo viéramos venir. Se preveía la inevitabilidad de un choque, de una transformación o de un cambio de drásticas proporciones. Era obvio que el mundo capitalista, connotado por la incuestionabilidad de la santa trinidad de dinero-religión-patriarcado, militarizado, consumista, deshumanizado y de valores morales vacíos, estaba llegando a su estrangulamiento. El coronavirus ha sido el detonante, pero podría haber sigo una hecatombe nuclear –más dañina incluso–, o una crisis económica muchos más profunda y devastadora que la del 2008 (que, en realidad, fue la crisis financiera cíclica del sistema capitalista liberal actual y que converge ahora con la de la pandemia de la Covid-19). Estábamos avisados de que vivíamos en un alero y de que cualquier cosa podía acabar con nosotros tal como nos concebimos y reglamos, pero no queríamos mirarlo ni siquiera de reojo. Vemos ahora, desde esta especie de prisión inevitable en la que estamos, la fragilidad del mundo que existía hasta hace unas semanas y cuya insensatez nos negábamos a reconocer.

Como digo, estamos en el filo y aún no se ha decantado el futuro. Lo negativo puede acaecer de modo previsible. Basta con que se extremen las amenazas posibles. Amenazas como la xenofobia, el supremacismo, las mentiras propagadas, los gobiernos totalitaristas, los cierres de fronteras, los hipernacionalismos, los soberanismos sociales en materia de sanidad, de financiación, de ejércitos, de suministros, de agua, de energía; amenazas como el neocontrol mundial de la libertad individual, la sumisión convenida mediante el exceso de comunicación social gregaria, y la voluntaria aceptación de los límites; amenazas como el hundimiento, tras su desprestigio, de las instituciones democráticas y garantes de la equidad, la justicia y la distribución, sean estas instituciones nacionales o supranacionales, como la Unión Europea.

Lo positivo también está en el horizonte, pero tampoco se ha decantado. Lo positivo es que viene un cambio, con una ciudadanía sensata y racional capaz de imponerse a los ignorantes y crédulos. La sociedad encontrará vías de equilibrio social para lograr alta cotas de equidad, mediante la administración justa de recursos, la transformación del dinero, la reorganización del trabajo y el rediseño de lo productivo; mediante el suministro de información con criterios verídicos y razonables y la extensión de la educación; mediante la irrupción de la biopolítica para hacer frente a una nueva constitución social que transforme las distancias ideológicas hasta diluirlas, al reducir o eliminar los factores que las justificaban: injusticia redistributiva entre lo privado y lo público, naturaleza alienante de los trabajos y surgimiento de clases sociales derivadas de ellos (factores, dicho sea de paso, que volvieron a nuestras sociedades después de la crisis de 2008).

Lo positivo de esa sociedad nueva comporta la dejación progresiva de soberanías regionales en aras de otras supranacionales, la integración de los movimientos migratorios, la creación de una renta básica, la administración mundial de los recursos naturales y la preservación del clima, el desarrollo de energías renovables, la localización y reparación de las hambrunas mundiales, el control drástico del comercio de armas y la reducción de las religiones al ámbito de las creencias privadas (lo que supondría el fin de las dictaduras religiosas, incluido en ellas el populismo actual que impera en países democráticos, desde Rusia hasta Estados Unidos, pasando por China, India, Arabia Saudí, Irán, Turquía, Brasil o incluso, a su manera, el Reino Unido, Polonia u Holanda). La llegada de Trump al poder significó la llegada del EMI (Estúpido-Malvado-Ignorante) a la gobernanza mundial y supuso un límite para la democracia. Surgieron gobernantes EMIs en todas partes: Johnson, Erdogan, Modi, Bolsonaro, Orbán…

Europa también está al límite. El límite de la UE ya se vio en 2008. Puede ser este el fracaso definitivo de la UE. Lo cual sería un desastre enorme para Europa, que la pondría en situación subsidiaria de otras potencias, una especie de vuelta a empezar, sobre todo bajo la influencia ya manifestada (y demostrada) de la Rusia de Putin. La UE de hoy es solo un balneario de economía de mercado, ecología estetizante, presupuesto a la baja y defensa a ultranza, casi folclórica, de lo nacional. Y si la UE solo es esto, mejor cambiarla de arriba abajo.

Voces cualificadas europeas han empezado a manifestar la necesidad de un gobierno mundial, si lo que hay que gestionar es mundial. Parece lógica la fundación de algún tipo de gobierno mundial que integre a sabios, a expertos y a pensadores, un gobierno mundial que se dote de unas normas racionales e ilustradas, unas normas de las que las creencias religiosas estén fuera del ámbito político público y haya un gran control de los controladores. Ya sé que es utópico, pero si el mundo se decanta por lo positivo, este camino no será ya una utopía, sino una meta conseguible al cabo de una probablemente larga transición. Transición no exenta de conflictos, incluso de una exacerbación de esos conflictos. El parto será muy doloroso, insisto, ya lo sabemos. Pero habrá un alumbramiento.

Hará falta, por tanto, invertir en ingentes toneladas de educación, de intelectualidad, de información veraz y de pedagogía de criterios constructivos. Solamente así surgirán las personas que crearán una sociedad diferente. Desde luego, habrá que pasar por fases sucesivas muy complejas, aunque no muy largas, coincidentes con la convivencia de varias generaciones en un mismo nivel activo. Esta coincidencia de viejos y jóvenes, por así decir, de experiencia e impulso, es una garantía de pensamiento y de acción. Una de esas fases, de formación e información, permitirá identificar los cuerpos nocivos de la política y sustituirlos.

¿Podría salir esta transformación del embrión que es y representa la ONU? Es dudoso tan como está, porque tendrían que cambiar profundamente sus bases constituyentes. Sería el marco, pero con sabios, no con títeres políticos ni predominio arbitrario de potencias mundiales. Además, debería tener capacidad ejecutiva y, en este sentido, todo cambio cualitativo necesita de líderes cualificados para hacerlo. Necesitamos Mandelas, personas capaces sin rencor que reúnan sensatez, justicia y generosidad, a la vez que altura de miras e identifiquen lo que es común y no puede ser dejado en manos de los gobiernos nacionales. Una ONU nueva y democrática. ¿Democrática? Esta es la palabra fundamental. ¿Quién vota? ¿Qué formación tienen los ciudadanos que votan? ¿No han sido elegidos democráticamente los EMIs del mundo? ¿No está el pueblo impregnado de una formación ideológico-nacionalista todavía demasiado primaria, emocional y dirigida por un solapado egoísmo? ¿Sabemos elegir bien, esto es, reflexionamos ecuánimemente al votar? ¿No elegimos siempre entre opciones limitadas que imposibilitan los cambios y alejan a las personas de la única lectura de la realidad que se puede hacer, a saber, que tal como vamos, estamos ya en el colapso de la humanidad?

Vuelvo a pensar en mi confinamiento. Da tiempo para imaginar. También para desear. Pero creo que esta vez, cuando salgamos del túnel, para bien o para mal, el mundo y la vida tendrán que ser distintos. No sé si lo serán mucho o poco, tampoco sé –¿quién puede saberlo?– si lo verán mis ojos. Lo que parece cierto es que la historia ha cerrado una etapa de siglos. Abrirá otra. El mundo debería empezar a contabilizarse desde hoy: año Uno de la Era Común.

 

>> Publicado en El Norte de Castilla

 

 

 

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