El tiempo de los animales ha llegado. Nunca se ha matado, comido, sacrificado, expulsado, exterminado, encerrado, humillado y despreciado más animales que ahora. Probablemente suceda también lo contrario, nunca se les ha amado y defendido más que ahora. Nunca hasta ahora habían alcanzado un rango de mayor dignidad y cohabitación en la naturaleza, su espacio natural. Caso, claro está, de que siga existiendo eso que conocemos por “naturaleza”, que sería el hábitat en el que el ser humano es, a todas luces, anómalo, ya que hemos demostrado ser, y con creces, la especie destructora y corta de miras.
Veo pasar perros, todos con sus amos, amos no siempre educados con los excrementos. Proliferan los animales considerados mascotas, que es como llamarlos juguetes. La mascota es un animal que nos acompaña y nos representa. De ahí que se saque siempre un parecido entre el animal y su amo. Sobre todo en el caso de los perros, donde ese parecido es extremadamente sensible. Quizá porque entre perro y amo existe una simbiosis que no se da con los gatos o con los loros, por ejemplo. Los gatos son seres independientes —salvo a la hora de comer, momento en que buscan, maúllan y exigen su ración con persistente insistencia—, los loros son seres limitados, aunque menos que los peces, limitados y meramente ornamentales.
Los animales domésticos nos representan y proliferan. Recuerdo que hace unos años, en Santiago de Chile, había más de un millón de perros abandonados, que campaban a sus anchas por las calles, iban en manadas y, a veces, atacaban a personas que llevaban bolsas de comida, hasta devoraban todo lo que fuera medianamente blando, como los neumáticos de las ruedas de los coches, de modo que dejaban un vehículo inutilizado en poco tiempo. No se decía nada de las muertes de perro por ingestas de caucho químico, pero tal vez terminaran por sobrevivir y adaptarse a ese alimento tóxico.
Cuando digo que nos representan, quiero decir que expresan algo de nosotros, de sus amos (eufemismo evidente). Pero hay otros muchos animales que han abierto una crisis entre nosotros. Vacas, bueyes, corderos, conejos, canguros, pollos, gallinas, pescados, crustáceos… Reclaman un papel en una naturaleza sin humanos. Son víctimas de ese papel. Y nosotros, cada vez más, estamos cuestionándonos nuestra relación con ellos. Para empezar, cuestionamos que sirvan de alimento. Porque es evidente que podemos vivir sin comerlos, el vegetarianismo lo ha demostrado.
Trato de ponerme en la piel indefensa del animal que va a morir, o que es maltratado de modo extremo. Pienso en los animales que torturamos, como si no fueran sensibles al dolor. Pienso en los toros, pienso en las absurdas y falsamente artísticas corridas de toros, pienso en los mataderos. Pienso en los zoológicos donde los animales, presos como condenados, nos contemplan intrigados. Me pongo en la piel áspera de los animales, en la mirada de esos animales, como la mirada triste y desesperada de los perros en Desgracia, del Nobel J. M. Coetzee, una novela que se ahorra la piedad porque la vida no la tiene. Me pongo en la piel del animal y me echo a temblar. Sé que, cara a cara, salvo excepciones, siempre pierden ellos.
Defender los derechos de los animales es algo que viene surgiendo con fuerza desde hace unos años, y es sin duda una lucha lenta, que va calando en la sociedad, afortunadamente. Pero, aun así, como ha escrito Sara Mesa en un artículo reciente, “cualquier defensor de los derechos de los animales —o cualquiera que se interese mínimamente por el asunto— sabe que recibirá la acusación de desproporcionalidad y sentimentalismo. Su preocupación será entendida, en muchos casos, como un mero capricho o será objeto de chanza”. Está demostrado el sufrimiento animal, como está estudiada la inteligencia de los animales, dentro del marco limitado en que su cerebro genera esa inteligencia, y también se han hecho importantes demostraciones acerca de la sensibilidad de los animales, en muchas especies mucho más significativa que una mera estimulación eléctrica o nerviosa.
Está bien que exista una legislación al respecto de los derechos de los animales, les dota de una defensa vicaria contra el maltrato, la matanza o el sufrimiento. Será, no obstante, una legislación controvertida, generará argumentos de lógica aplastante que compararán los derechos de los animales con los de las personas desfavorecidas, lamentando que se atienda más a los primeros que a las segundas. Pero, desde el sentido común, en una sociedad cimentada legalmente en la justicia, es, una vez más, injusto que no se pueda alzar la voz a favor de los animales —que no tienen voz— aduciendo que son seres inferiores. Desde Plutarco, que trata este asunto con hermosa ironía, la absurda preponderancia de la especie humana sobre todas las demás ha sido objeto de refutaciones sin cuento (y también de tonterías sin cuento, como las de Descartes sobre los animales). Pues bien, ha llegado el tiempo de los animales. Lamentablemente, también el tiempo de la cuenta atrás en la extinción del planeta. Coetzee, en su singular libro Elizabeth Costello, hace un alegato definitivo a favor de los animales: “La pregunta a hacerse sería: ¿tenemos algo en común (razón, autoconciencia, alma) con el resto de animales? (Con el corolario de que, de no ser así, entonces tenemos derecho a tratarlos como queramos, a encarcelarlos, a matarlos y a deshonrar sus cadáveres). Regreso a los campos de exterminio. El horror es que los asesinos se negaron a pensarse a sí mismos en el lugar de sus víctimas, igual que el resto del mundo”. Coincide con la inquietante máxima de Elías Canetti en El corazón secreto del reloj: “Vivir la muerte de un animal, pero como animal”. Ese “pero” da escalofríos.
>> Publicado en El Norte de Castilla
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