Obra › RelatoLa ruta de Waterloo El turista sentado en un sillón (III)

El turista sentado
en un sillón (III)

Cuento perteneciente al libro
La ruta de Waterloo,
Ed. Menoscuarto 2008

En ocasiones, de repente, al pasar junto a él, lo besaba, acorralándolo sin escapatoria en un extraño juego que se transformaba en rito iniciático. Era un abrazo breve, intenso, equívoco, oloroso. Bédmar ardía en ese momento herético, salvaje, y al poco, al minuto contiguo, se producía la más desoladora indiferencia por parte de Claramaría, la negativa de ese cuerpo, que se oponía con aborrecimiento y ascos a lo que, en el fondo, tal vez esperaba cada noche: la visita de madrugada al dormitorio de ella que él nunca hizo. ¿Pero para qué? ¿Para propiciar luego en Claramaría una burla más honda de las que solía gastar a diario y que él ya no podría refutar? ¿Para despertar unas sospechas que lo avergonzarían? ¿Para atarse a ella eternamente?

¡Ah, cómo le quemaba el roce de su piel contra la de ella, en momentos azarosos, casuales, como si fuesen encuentros torpes! Y poco a poco él fue buscando intencionadamente ese estremecimiento súbito. Pero ella, en esa misma progresión, lo iba dilatando, y así lo torturaba.

La mataría. La mataría. ¡Extraño modo de responder a una pasión! O tal vez no, porque en realidad su deseo no era satisfecho sino burlado, ultrajado, rebajado a su límite de muchacho impotente. Sin embargo, con esa muerte, creía él poder evitar la posesión que lo había anulado. Aquel año Bédmar lo dejó todo: su familia, sus estudios y su esgrima.

En el sillón desde el que contempla las palmeras de plástico que dan una pincelada de frivolidad liviana al Salón Diecinueve, Bédmar vuelve a recordar que el contacto de la piel de su cara sobre la de Claramaría ha permanecido poderosamente fijo en su memoria hasta el día de hoy, y ha sido una cárcel. Todos los perfumes de todos los países no han borrado el olor aquél; tampoco ha vuelto a aspirar jamás otro igual, ni ninguna otra sonrisa abrió nunca una belleza como la de Claramaría. Volver a ese cuerpo, ser ese cuerpo de Claramaría, ha constituido su destino, como ya previó, durante este tiempo largo de búsqueda en pos de los pasos de la por todos olvidada criada de un corto año.

Un tiempo desde entonces, y son casi veinte inviernos, en que Bédmar, ciegamente, se ha lanzado a espiar a los amantes que ella destruía, a seguirla en sus oficios absurdos e irregulares, en sus viajes, viajes por todo el mundo, viajes en los que quizás ella también ha corrido tras un deseo tan truncado como el de él, intentando dar por fin con un Bédmar soñado. Si esto fuera así, piensa Bédmar, la vida sería doblemente estúpida.

Volvió a ver a Claramaría muchos años después. Se había casado con el propietario de un bar cuyas facciones Bédmar no llegó nunca a ser capaz de retener. Se le extravía esa cara, y en su lugar la imagen que de aquel hombre tiene se confunde con la de otro, un hombre rojizo, más bajo, congestionado, con el que la vio embarcarse en Palermo en dirección a Nápoles unos años más tarde.

Así ocurría siempre con Claramaría. Inestable, caprichosa, acompañada de hombres anodinos, que nunca podrían suponer un simple recuerdo en quien, como Bédmar, los espiaba sin más intención que la espera de un suceso inevitable, la espera de un turno.

¿Cuánto duraba con los hombres? ¿Dos meses, un año a lo sumo? No, nunca un año. Bédmar lo sabía bien. Bédmar organizó su vida regido por esos lapsos de tiempo, y cada nueva etapa era un incremento de la velocidad con la que descendía por la pendiente hacia la ridícula nada de un justificado crimen.

Desde que se la encontró en aquel bar, casada con su dueño por alguna razón que nadie en la Tierra tenía el don de poder explicar, Bédmar decidió que se mudaría de casa y se iría siempre a vivir a un lugar próximo a donde estuviera ella.
Su belleza había cobrado unos tintes más salvajes todavía y desde esa proximidad oculta seguiría sus pasos con la disposición de un apóstol enfermizo, sacrificado a un dios de fuego que lo consumiría como un trapo echado a la estufa.

Se mezclaron en esos meses las pasiones contradictorias de tenerla muy cerca con las de eliminarla pronto, rápido, para morir después o liberarse de una condena dictada por él mismo. Demasiado tarde ya para Bédmar; con ese tormento dormía cada noche, arruinado y enloquecido.



 

© 2008 Adolfo García-Ortega  Todos los derechos reservados