Obra › RelatoLa ruta de Waterloo El turista sentado en un sillón (y IV)

El turista sentado
en un sillón (y IV)

Cuento perteneciente al libro
La ruta de Waterloo,
Ed. Menoscuarto 2008

Pero Claramaría huyó, se fue igual que desaparecen las alucinaciones: con un chasquido de los dedos. Cuando Bédmar la encontró pasados unos meses en otra ciudad, ella trabajaba de modelo de alta costura en un hotel de lujo. Ganaba bastante dinero. Algo más fuerte que él desde dentro le empujó a hablarle, a intentar romper el aislamiento que su persecución imponía. Pero de nuevo ella, sin reconocer a Bédmar, abrió su boca para emitir la temida carcajada de diosa, transfigurándose a los ojos de Bédmar en la criada de unos años atrás. Y Bédmar se sumergió en el anonimato, pasó a ser el testigo que habría de estar siempre allí, donde ella estuviera, en un segundo plano desenfocado, gris, el mismo lugar que ocupan los cobardes y los asesinos.

Claramaría no lo esperó, y eso es lo que el mundo le debe, piensa Bédmar desde su sillón, al final de una mirada que ha vuelto a cruzarse con la de la camarera, vigilante inofensiva de un fortín de bebidas y vasos. Hay algo en la postura que tiene, acodada en la barra, inclinada en ángulo, que se funde para Bédmar con otra imagen más letal: la de aquellas tardes en que Claramaría, después de fregar los platos de la comida y de ayudar a la madre de Bédmar a planchar la ropa que se amontonaba en un canasto enorme de mimbre, en medio de una luz hastiada de vida de provincias, lo llamaba insinuante, con un susurro cómplice para no despertar a nadie de la siesta. Él, que no apartaba la vista de los movimiento de Claramaría, tardaba unos segundos en aparecer en el cuarto de donde salía la voz. Le fascinaba ver cómo, durante aquellos segundos en que su nombre estaba en la boca de Claramaría, el cuerpo de la muchacha se inclinaba hacia adelante para hacer más efectivo el susurro que llevaba su nombre por toda la casa hasta sus oídos. Cuando por fin aparecía saliendo de detrás de la vitrina en donde se había escondido, Bédmar se sentaba junto a ella y acariciaba su rodilla redonda.

Aquellas formas, ligeramente duras, lo embriagaban. Ascendía parsimoniosamente por la falda hasta los muslos, y de golpe, ella lo apartaba de sí con violencia a la vez que se reía como una de las locas del manicomio cercano que tanto espeluznaban a Bédmar.
¿Por qué motivo poderoso no habría de matar a Claramaría? Ella vivirá tan sólo mientras el recuerdo de aquel aroma de su pelo, de la fragancia voluptuosa de su mejilla contra la de él, pueda poseerlo como ahora, en un rincón del mundo elegido por el azar de una guía turística, sorprendiéndolo después de hacer el amor con una puta de Bruselas cuyo olor empalagoso le es difícil a Bédmar imaginar nuevamente.

Sabe que matará a Claramaría un día festivo, con sus propias manos. Ese día se habrá acercado a ella y la invitará a recordar juntos rincones del pasado remoto. Quizás ese pasado no exista para ella. De eso Bédmar está casi seguro. Claramaría se quedará paralizada por la sorpresa. Puede que sólo balbucee: “Después de tantos años, tú aquí”. No podrá negarse, Bédmar será persistente en su elocuencia. Beberán algo, hablarán de sus vidas paralelas, aunque Bédmar mentirá sobre la suya. Luego, ganada poco a poco su confianza, él la engañará. Se la llevará a su casa. La cubrirá con un vestido azul idéntico al que llevaba la mañana en que abandonó la casa familiar sin volverse para ver las lágrimas de rabia y dolor de aquel muchacho que fue un día Bédmar derramaba estúpidamente. La perfumará con ese olor que vive con él desde entonces, y le exigirá el mismo amor que le debe después de todo este tiempo.

Al final, una vez que el terror de Claramaría le sea insoportable, la estrangulará allí mismo, sobre la cama del dormitorio, en el piso que habrá alquilado bajo nombre supuesto.

Y allí la dejará para que la encuentre el propietario del piso cuando, tres o cuatro meses más tarde, sospeche que los retrasos en el pago no son casuales y que no le va a pagar ni una mensualidad más. O tal vez sea el mal olor de Claramaría descomponiéndose lo que alarme a lo vecinos. Forzarán la puerta, avisarán a la policía con un pañuelo sobre la nariz para impedir el vómito por el aroma pútrido. Y nadie podrá acusarle de esa muerte porque nadie le habrá conocido ni nadie le podrá recordar.

Susanne, o Louise, o Marguerite, o Lili está bajando por la escalera. “La muy torpe se habrá equivocado al pulsar el botón del ascensor y se habrá detenido en la entreplanta”, se dice Bédmar, irritado. Viene hacia él, la ve por el espejo. La mujer mira hacia un lado y hacia otro. Está buscando al cliente, un extraño individuo que ni siquiera se ha quitado la ropa. Pero no lo verá, porque Bédmar se está hundiendo en el sillón cuarteado, de color verdoso, como hacía cuando Claramaría lo llamaba con una voz inolvidable para estrecharlo contra su pecho y meterle el deseo del crimen en el cuerpo, aquella vez primera de su vida en que se sentenciaron juntos a muerte.




 

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